El ultramundo | Ana Efigenia
11 de febrero de 1967
Por la presente, quiero manifestar mis condolencias a la esposa, padres y familiares de Don Mateo Fernández Castaño, fallecido hoy en Mina Llamas.
Alcalde de Ablaña/Mieres: Don Rodrigo Payas.
Notó cómo la pena iba cavando una zanja, a pico y pala, sobre su alma.
Quizás, la brisa de aquella madrugada fuera demasiado fría; quizás, el agua del río se cristalizaba; quizás, el vaho que salía de los cánticos de Olivia no fuera suficiente para calentarla… Con las manos heladas, mecía las sábanas embadurnadas en jabón, contra las grandes rocas de la orilla. Fruncía el ceño a causa del dolor que le atizaba los nudillos. Descansaba por momentos, cuando sentía que la piel se rajaba y las punzadas en los huesos la asediaban. Cerca del amanecer, un hombre joven se aventuró al río sin percatarse de que ella lavaba en la orilla. Le ardió el sentido. Asombrada, guardó silencio y lo observó. Comprobó que se encontraba tiznado de negro. Él se desnudó sobre el rocío y se adentró en el agua hasta desaparecer sumergido. Ella, inmóvil a causa del rubor que sentía, siguió escrutando las ondas y burbujas que manaban del agua, hasta comprobar que el joven regresaba a tierra. Se asustó al escuchar cómo le castañeteaba con los dientes. Se agazapó entre los juncos y permaneció allí durante unos minutos, ignorante a su corazón. El hombre temblaba tanto que le fue imposible vestirse, y se dejó caer sobre la maleza. Olivia se envalentonó y, sin mediar palabra, se acercó hasta Mateo y lo vistió. El minero se enamoró.
Mateo Fernández Castaño
y
Olivia Páez Palacio
Tienen el gusto de participar a Ud. su próximo enlace matrimonial, que se celebrará el día 30 de abril a las cuatro de la tarde en la Iglesia Parroquial Santa Eulalia, y le ofrecen su casa en la calle Picasso, 23.
Mieres, 1950.
«Por si no vuelvo», leyó en un pequeño papel de color blanco que encontró sobre la almohada. Aquella mañana sintió como se le enmarañaban las entrañas. Estaba radiante, se le adivinaba la felicidad en la sonrisa etérea que le perduró todo el día.
«Por si no vuelvo», leyó en el lienzo en blanco que descansaba en su caballete predilecto. La tarde fue fructífera, creó una imagen tan bella que se sintió orgullosa de su pincel.
«Por si no vuelvo», leyó en la nota que se había preparado la noche anterior para ir a comprar. Ideó platos suculentos a la vez que recorría las calles del mercado.
«Por si no vuelvo», leyó en la caja del calmante que solía tomar cuando sufría de migrañas. Se acostó, pero con menos dolor.
«Por si no vuelvo», leyó sobre la servilleta que envolvía el desayuno que le habían llevado a la cama. Amó ser amada.
«Por si no vuelvo», leyó en el cristal de su automóvil, escrito con pintura blanca, una mañana de invierno en que la nieve cubría el pueblo. Sintió paz.
«Por si no vuelvo», leyó entre lágrimas una noche, escrito en su pañuelo, después de una tensa discusión. Dejó de llorar.
«Por si no vuelvo», leyó sobre su piel, en trazos flúor, que le habían dibujado en sueños.
«Por si no vuelvo», leyó en la primera página de un libro, después de haber compartido sexo.
Miércoles 11 de febrero de 1967
Número: 2134
UNA VÍCTIMA FINIQUITA LA REVUELTA
Después de once largos días de encierro voluntario, enterrados bajo Mina Llamas, los once valientes zánganos que encabezaron la rebelión de la colmena minera salen debido al acecho de la enfermedad. Varios días antes, el párroco cobijó a una congregación clandestina en la iglesia del pueblo. El enjambre se rebeló contra la injusticia y contra el poder dictatorial, y decidieron una protesta común liderada solo por algunos miembros mineros. Fue un grito silenciado, atorado en la garganta de todos los que protestaban debido a las fuerzas políticas. La voz de Mateo Fernández Castaño se ha apagado, pero ha encendido la del pueblo.
«Por si no vuelvo», dejó escrito en las paredes de la mina, a sabiendas de que su mujer iría a buscarlo al ultramundo.