El sueño del titiritero

Gonzalo Tessainer

Con el corazón lleno de rabia y con los ojos irritados de tanto llorar, el joven Manuel intenta conciliar el sueño, pero no puede. En su cabeza retumban los gritos de su padre, y su alma se encoge al saber que su destino estaba marcado antes de que naciera.

    –¡No quieres ser titiritero! ¡Qué sandeces dices! –gritó el padre–. ¿Y qué quieres ser?

    –No sé, papá. Me gustaría probar algo distinto y descubrir qué hay más allá de esta comarca.

    –¡Quítate esos pájaros de la cabeza! Tu abuelo fue titiritero, yo también lo fui y tú lo eres. ¡Ten por seguro que no serás otra cosa en la vida!

    –Pero papá, solo digo que…

    –¡Basta ya! –exclamó el padre dando un golpe en la mesa–. Nosotros vendemos sueños, no los tenemos. ¡Vete a la cama! Mañana, en cuanto amanezca, te vas a Villa Esperanza de Arriba, que todo el pueblo estará esperando tu función.

    Con los primeros rayos del sol, Manuel mete los títeres necesarios para la actuación en las raídas alforjas que están sobre su caballo.  

    –¿Te sabes el camino? –pregunta el padre.

    –Sí. He ido allí muchas veces.

    –Espero que lo hagas bien, y ten cuidado con la vieja Isabel. Dicen que es una bruja y que sus conjuros son muy poderosos. ¡No te acerques a ella!

    Durante el trayecto, el joven se da cuenta de que sus sueños no pueden ser callados por los gritos de su padre y, en la soledad de su viaje, idea un plan que llevará a cabo durante su actuación.

    Nada más llegar al pueblo, sube al escenario que está en la plaza central, saca dos títeres, uno en forma de pingüino y otro de foca, y comienza a narrar:

El ártico es una tierra lejana cubierta por el hielo.

Hace mucho frío, y gris es su inmenso cielo.

 

Allí, donde el paisaje es blanco y llano,

no hay personas ni ningún ser humano.

 

Numerosos animales viven en ese paraje

en el que destacan unas aves de bicolor plumaje.

 

Esos pájaros, que se llaman “pingüinos”, tienen una peculiaridad,

y es que, a pesar de ser aves, no pueden volar.

 

Una mañana, mientras los demás pingüinos estaban jugando,

el más pequeño del grupo se pasó las horas llorando.

 

    Manuel mueve los dos títeres mientras continúa con su narración.

 

“¿Por qué lloras?”, le preguntó una gran foca

mientras se comía un pez, apoyada en una roca.

 

“Estoy cansado de este paraje blanco 

y, al no poder volar, me siento como un manco.

 

Quiero ver otros paisajes y conocer nuevas tierras.

Deseo descubrir más mundo y enfrentarme a terribles fieras.

 

Pero mis pequeñas alas no me dan la oportunidad 

de visitar otros lugares llenos de majestuosidad”.

 

“No te preocupes” —respondió el gran animal—,

Súbete a mi lomo y navegaremos estas aguas llenas de sal”.

 

El pingüino hizo caso a su amiga, se agarró a ella con gran decisión

y, emocionado, vio que su sueño ya no era una simple ilusión.

 

    Manuel deja los títeres en el suelo y mira al público. Cerca del escenario localiza a Isabel, la supuesta bruja, y prosigue con su poema:

 

Querido público, una cosa os voy decir:

si algo deseáis de verdad, mucho tenéis que insistir.

 

Por eso os invito a que repitáis una pequeña rima

que os hará sentir como los conquistadores sobre la más alta cima:

 

¡Si quieres que tus sueños se cumplan de verdad,

tu insistencia y un poco de magia los harán realidad!

 

    Los asistentes al espectáculo aplauden y vocean los versos que Manuel acaba de decir.

 

¡Esperad un momento! Parece que a una dama estas palabras no le han gustado;

por eso la invito a que suba y que las pronuncie a mi lado.

 

    El joven tiende la mano a la anciana, quien se coloca junto a él y, mirándole a los ojos, repite en voz alta las últimas rimas.  En ese momento, una bandada de pájaros, los mismos que decía el padre de Manuel que tenía en la cabeza, agarran los ropajes del joven y lo transportan lejos de la comarca mientras gritan desde los aires: 

¡La magia existe, os lo dice este soñador

que va a emprender una nueva vida llena de color!