El pequeño David

Ana Efigenia

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Quería crecer, multiplicarme, hacerme inmenso, indestructible… Pero allí estaba el pequeño héroe, aferrado a su vocación, intentando mitigarme, ignorando mi poder.

Osado, busqué combustible. Me servía cualquier cosa: todo lo que me rodeaba me agrandaba, me hacía poderoso, activo, inabordable. Me elevé, hasta que rocé el cielo, ese que tantas veces había soñado tocar y pintar de negro.  Lo desfiguré. Donde conseguí llegar, dejé mi rastro oscuro, maloliente, tétrico, candente…

Me sentía fuerte, capaz de conquistarlo todo, de apoderarme del mundo o como poco, del trozo de mundo al que alcanzara a llegar.

Tardé pocos minutos en duplicarme; otros pocos en volver a duplicarme, y otros más en convertirme en un monstruo (una enorme masa luminosa que amedrentaba al más valiente). Cerca de mí, más cerca de lo que debía, se exponía uno de ellos, ataviado tan solo de un traje ignífugo, con un casco grande que tenía una pantalla brillante, por la que me observaba y con una clara aspiración.

Me reí de su suerte; utilicé varias veces mi poder naranja para abrasarlo. Allí, entre las insoportables calorías que creé, se adentró sofocándome, usando a mi gran enemigo para derrotarme. Creía que lo había engullido. Lancé mi poder azul, más calórico y potente. Resurgió de entre las llamas, sujeto a una manguera kilométrica y pesada que lanzaba agua. Estaba fría, muy fría. La odiaba. Me enfurecí y volví a aumentar. Me ensanché; quise rodearlo, envolverlo y quemarlo. Me hacía feliz arrasar con todo.

Maldije la valentía: una veintena de trajes ignífugos aparecieron detrás del primero. Dentro había vidas con las que yo quería acabar. Se abrieron camino pisando con sus gruesas botas aplomadas las cenizas que abarcaban, dejando su rastro en estas, masacrando mi obra. Las refrescaban para matarme, y yo las alimentaba para revivir.

Atrapé a uno: lo pillé desprevenido y lo devoré. Sin más, sin divagaciones ni arrepentimientos. Decidí ir a por más. Se echaron hacia atrás, acobardados y horrorizados. Huían de mí, y yo me intensificaba. Quería comerme a David: el pequeño faraón.

Me embravecí al ver que él me apagaba, y que alcanzaba a las llamas más altas que yo arrojaba.

Crecí de nuevo, cerré los ojos, esperando paciente la llegada del viento. Este me ayudó. Me arrastró y me hizo correr hasta que acabé con todo lo que encontré: verde, troncos, vidas…

Miré a mi alrededor: me sentí satisfecho. Había logrado formar un círculo casi perfecto. Un sueño cumplido. Un sueño esperado.  

Nos hallábamos inmersos en mi mar naranja y luminiscente, con olas gigantes de color azul intenso que resaltaban. El pequeño David nadaba entre estas y yo lo esperaba. Lo hice hasta que sus fuerzas flaquearon, y cayó colapsado. Sentí orgullo al verlo tendido. Ennegrecido entre las cenizas y rodeado de pavesas. Con las rodillas clavadas en el suelo, los brazos derrotados y la cabeza hundida en el hollín.

Me esforcé y lo alcancé: empecé a engullirlo cuando el agua me sorprendió. Había llegado su séquito, formando un batallón escalonado que me atacaba sin compasión. Casi me helaron. Se echaron encima de mí, olvidándose del castigo, ahogándome y empequeñeciéndome. No me llegaba el oxígeno: comencé a boquear y a soltar silbidos. Mis llamas azules desaparecieron, y las naranjas disminuyeron, hasta que un humo blanquecino apareció y nos ovilló. Perdí la visión y perspectiva que tenía de los valientes guerreros. Quise agrandarme de nuevo, pero no lo logré. Busqué desesperado otra vez el viento, el oxígeno, el verde, el manto, los troncos… Pero estaba acabado. De mí solo salía un hedor dañino que detestaba yo mismo, y un humo grisáceo que se elevaba al cielo de forma sumisa.

El cielo estaba pintado de azul, pero de un azul muy distinto al mío: era celeste y armonioso, bello y uniforme. Tan solo se veía distinto donde el humo había escrito la palabra: “vencido”.