El intercambio

Olivia Castillo

Doña Salud tomó su rebozo y urgió a su hijo a salir. Iban a conocer a su novia. Ella había apalabrado con Rústica, su comadre, a aparejar a sus hijos. Solo era cosa de que los jóvenes se conocieran, y fijarían la fecha de la boda. Tilo iba vestido de negro, la cara afilada y el cuerpo espigado.  Llamaba la atención la elegancia de su porte, que hacía suspirar a las muchachas del pueblo.

Llegaron a una casa blanca con piso de ladrillos rojos. Tocaron a la puerta, y una mujer apareció con un delantal gastado.

—Dile a doña Rústica que está aquí Salud Robles —dijo con voz firme.

Los hicieron pasar a la sala del jardín, donde muchas flores y plantas hacían compañía a dos canarios. Rústica les ofreció agua fresca mientras su hija aparecía. Entonces salió Concepción, chapeada como una manzana y robusta como un lechón. Tenía las manos finas y una piel envidiable. Se hicieron las presentaciones, y las mujeres acordaron más visitas para que los jóvenes entraran en confianza.

—¡Ni creas que me voy a casar con esa vaca de establo!, ¡ya hice suficiente con venir a conocerla! —protestó Tilo, sumamente presuntuoso.

—¡Pues te aguantas! La muchacha se ve buena persona y no anda de loca, como otras del pueblo. Además, cuando yo muera, no quiero que te quedes solo —dispuso Salud con autoridad.

Tilo se quedó callado: era inútil hablar con su mamá. 

Rústica, por su parte, mandó a retirar el servicio, y se quedó a solas con su hija. 

—Ni crea que me voy a casar con ese esqueleto humano. Parece un zopilote parado, ¿no lo vio? Solo le faltaba la capa para salir volando a su ataúd.

—¡No me importa!, el muchacho es bueno y tiene dinero. Además, ¡no creas que estás para escoger con esos malos modos que tienes! —observó doña Salud, muy seria.

Después de otras tres visitas (donde los muchachos ni siquiera se dirigieron la palabra), se acordó la boda. Se casaron en la iglesia del pueblo, para gran asombro de los parroquianos. La muchacha tuvo que irse a vivir a la casa del marido, porque doña Rústica se iría a los Estados Unidos con su hija. 

—¿Dónde voy a dormir? —preguntó Concepción a su esposo.

—¡Donde quieras, pero conmigo ni te hagas ilusiones! —contestó Tilo muy ufano.

Concepción hizo oídos sordos y empezó a ordenar a su gusto la casa. Ellos solo coincidían en el desayuno y en la comida. Una tarde encontró a su marido sentado en un sillón de la sala. Estaba leyendo un libro con las piernas cruzadas y con un brazo extendido. Tenía las uñas pintadas de rojo quemado y un gran lunar en el pómulo derecho.

—¿Eres gay?, ja, ja, ja. ¡Yo ya lo sabía, lo sabía! —se burló Concepción, divertida y muerta de risa.

—¡No te confundas, gorda, no soy eso que dices! Soy fino, cosa que tú no entiendes porque eres vulgar y zafia —retrucó despectivo, haciendo su libro a un lado.

—Mira, fantasma de la ópera, como agarraste mi barniz, quiero tu loción que está en el baño y, si me das tu pistola, te doy dos barnices más —negoció Concepción.

—¡Hecho!, pero me dejas usar las medias que te compró mi mamá para el casorio. Aparte, te regalo los puros de mi papá, si me das un labial —acordó Tilo.

Estuvieron de acuerdo. Cuando Rústica fue a ver a los jóvenes, los encontró rebosantes de vida, muy contentos y viviendo en paz. Se fue rápido porque no los quiso molestar. Le escribió a Salud que no se habían equivocado.

Para Concepción y Tilo, las noches se convirtieron en una diversión orgiástica. Los intercambios se volvieron cada vez más atrevidos; su alcoba se llenó de fetiches y se abandonaron a la lujuria.