El hombre del violín
Montserrat Elwes
Esta es la historia de un lunes, de no importa qué año y de un hombre tocando el violín. Esta la historia de un pasillo del Metro y de un violín al que aferrarse. Esta es la historia una chaqueta que sostiene a un hombre. Un carro, una caja, tres monedas, un sombrero, una pregunta y un hombre que arrastra una historia.
Solíamos ir los fines de semana al pueblo. Teníamos una casa pequeña y destartalada que la abuela había dejado en herencia. Mis padres no tenían coche; nunca se nos ocurrió que fuera necesario: íbamos en tren a todas partes. Esos sábados llenos de bolsas con comida, fatigados por llegar tarde, eran un lujo familiar. Cuando empezábamos a alejarnos de la ciudad, aparecía el hombre de los caramelos. Llevaba una chaqueta oscura de paño, fuera la época del año que fuera. Ágil, profesional, sonrisa vacía de contenido y un saco de tela con caramelitos de colores envueltos en papel trasparente. Dejaba, junto al asiento, un caramelo a cada uno y recorría el vagón en silencio. Volvía a pasar unos minutos después esbozando una sonrisa escasa, una petición muda y un saquito de tela donde sonaban las monedas. A veces, tartamudeábamos una discusión sobre si darle dinero o no. Mi padre insistía, conmovido por la historia del hombre de los caramelos, quizá una historia que no quería imaginar.
Dejamos de verlo; su ausencia era invisible, fugaz. El tren seguía saliendo a doce y diez de la estación de Recoletos, pero el hombre de los caramelos no aparecía. No lo echamos de menos. Papá lo dijo un sábado: “¿Qué habrá sido del hombrecillo de los caramelos?”, y ninguno supo qué decir. Nos escondimos en el paisaje, quizá por la pena y por el miedo a pensar dónde estaría el hombre de los caramelos. No sé por qué me vino la idea de que se había caído tratando de cambiar de vagón. No podía soportar la idea de su chaqueta en las vías, medio ocultando al hombre, y los caramelos desparramados. Un hombre invisible que había desaparecido. La excursión de los sábados empezó a hacerse ácida; el trayecto se hacía más largo, de un silencio sin fresa.
Creo que era diciembre; iba a la universidad. El tren de las nueve, hasta arriba de gente. Pude verlo; estoy segura de que era él. El hombre que repartía caramelos estaba sentado en un banco de la estación. La chaqueta sostenía sus hombros y la cabeza se abandonaba hacia las rodillas. Se lo veía frágil, como de trapo. Me dio tiempo a ver un brik de vino junto a sus pies. Había otro cartón de vino tirado sobre el banco. El hombre de los caramelitos no había desaparecido, pero quizá el vino lo estaba consumiendo.
Han pasado veinte, veinticinco años, quizá. Terminé la universidad. Vendimos la casa de la abuela en el pueblo. Mis padres perdieron la memoria, no solo para aquel hombre de los trenes, sino para todo. Han pasado veinte años en los que no he tenido tiempo de acordarme de los caramelos, del vino sobre el banco de la estación, de la chaqueta que tapaba un cuerpo en las vías, ni de cualquier hombre invisible.
El lunes, camino al trabajo, en el Metro de Gran Vía, se escucha un violín. Subo las escaleras; la música se empeña en endulzar la mañana. Giro la esquina del pasillo, y me tropiezo con él. Un atril sin partituras, un carro de la compra del que asoman papeles, un sombrero blanco sobre un amplificador y una chaqueta oscura, la misma chaqueta oscura, que sostiene a un hombre que toca el violín.
Esta es la historia del hombre que toca el violín. La historia del hombre que nos repartía caramelos en el tren. La historia de un hombre invisible, como tantos.
(Inspirado en “El hombre del piano”, de Ana Belén)