El cuclillo
Alberto Hidalgo
El cuclillo oye el tic-tac de la maquinaria. Por las rendijas se cuelan haces de luz que iluminan la madera en penumbra. Permanece clavado e inmóvil. Cruel vida de oscuridad y rutina. «Tic-tac», oye. Luego tic-tac. No acaba. El mundo se mece en ese sonido y esa cadencia que suena a destino: Tic-tac. Hasta que la repetición enmudece al tic y después al tac. Desaparecen en la oscuridad y después emergen, porque están ahí y no descansan: Tic-tac. Marcan el ritmo del todo. De un todo que cabe en una caja oscura y que late a su compás.
Un mecanismo lo lanza hacia delante. Si pudiera resistirse, lo intentaría, pero su inmovilidad lo impide. Cuando la colisión con el muro delantero es inminente, una compuerta se abre. Suena «Cucú». La caja oscura ha dicho: «Cucú». ¿Qué significará? Una mujer y un hombre sonríen en otro mundo luminoso, detrás de la compuerta de madera. Lo miran y lo aplauden. El mecanismo dice seis veces: «Cucú» y lo vuelve a enjaular. Las dos personas que lo observan son jóvenes. Ella, más alta que él. Ella, más sonriente. Él, con bigote y gafas. Ella, con pelo negro y con un vestido azul. La habitación desordenada contrasta con su mundo oscuro. Quizá haya visto unas paredes color crema, librerías vacías y ventanales. Quizá. Alberga la esperanza de que la rampa donde está clavado avance de nuevo empujando la compuerta. Quiere ver la habitación del otro mundo, a la pareja de humanos, cada detalle.
Tic-tac, tic-tac. Adormecido, se sorprende desafiando a la compuerta, que abre. Ha de aprovechar los seis «Cucú» en el mundo vecino. No hay nadie. La luz es tenue. Frente a él, un sofá burdeos en el que se acurruca un gato dormido. Tres ventanales al fondo. Junto al sofá, varias cajas cerradas y otras abiertas. A la derecha al fondo, un hombre enmarcado e inmóvil, justo tras una mesa alargada. No parece ni que respire. Del techo cuelga una estructura que imita a una tela de araña. Entra en la caja.
Se entusiasma. Ha oído siete veces: «Cucú». Cada vez sumará uno, presume, hasta que sea más su hogar el exterior que la oscuridad de la caja. La realidad es curiosa, formada por una sucesión de cajas unas dentro de las otras. Está seguro de haber visto una caja más amplia a través de las ventanas.
Al rato sale. Ocho veces suena «Cucú», y después, a la próxima, nueve. Los humanos vuelven a aparecer. No paran de hablar en un idioma incomprensible. El gato maúlla. La tela de araña se ilumina y proyecta sombras junto a los objetos. La mujer acaricia al gato. Comen en la mesa. Luego, la caja exterior se oscurece tanto como la suya. Después de haber salido y escuchado doce veces: «Cucú», a la próxima el artilugio lo decepciona y solo emite un «Cucú». La oscuridad de la caja se ha extendido por todo el mundo exterior.
Pasado un tiempo, ya comprende la naturaleza de su existencia. Lo mece el tic-tac de la maquinaria hasta que lo expulsa al exterior, hacia la caja más amplia gobernada por el gato. Suena entre una y doce veces «Cucú».
Su mundo es negro. El mundo vecino alterna la luz con la oscuridad. Su mundo encierra un orden inalterable: late al compás del tic-tac hasta que el mecanismo lo empuja afuera para escuchar el «Cucú», que debe ser la razón de su existencia. Lo ha de oír en una ascendente secuencia de entre una y doce ocasiones. Nunca lo oirá dentro de la caja, sumido en un ciclo infinito. El mundo del gato es puro caos: no hay compás que marque el ritmo, los humanos y el gato aparecen y desaparecen sin criterio, sin importarles si suena un «Cucú» o si son siete. Están, o no, visibles. El gato desprecia a sus súbditos, incluso cuando lo acarician. Los humanos hablan entre ellos en un código preestablecido difícil de descifrar, pero su tono de voz delata sus emociones. Se aman, se odian, se divierten o se aburren, pero nunca, nunca, han vuelto a prestar la más mínima atención al cuclillo.