El cazador

Alberto Hidalgo

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El bosque me es familiar. Conozco los alcornoques, los matorrales y los caminos mejor que a mi casa, si es que la tengo. Porque de eso no me acuerdo. Ni del armario, o del espejo, frente al que me he debido vestir, temprano a la mañana, con el pantalón caqui y con la camisa a cuadros que me cubren, ni de dónde guardo la escopeta que cuelga a mi espalda o el machete que, sin haberlo visto, sé que aguarda su oportunidad en su funda, junto al cinturón de cuero.

No me recuerdo a mí mismo, salvo que soy cazador. En este instante en el que comienza mi tiempo, sin memoria, conozco el lenguaje suficiente para encadenar estas palabras (¿dónde las aprendí?), me oriento en este bosque que no esconde secretos para mí (¿cuándo lo conocí?), camino y piso la hierba húmeda mientras sigo el rastro que el instinto me obliga a acechar (¿por qué?). Lo hago, con la esperanza de que, cuando halle a mi presa —seguro estoy de que la reconoceré en cuanto la vea—, con ella reaparezca la razón de mi ser.

La brisa de la mañana hiela mi determinación. Busco un rayo de sol en el claro donde se encuentra una casa bien encalada, junto al riachuelo. Entre la hierba distingo que, recientemente, alguien ha recogido flores. Por alguna razón lo deduzco de los tallos que, cortados en la base, veo dispersos entre margaritas. También hay huellas de zapatitos pequeños en la tierra que bordea a la casa, junto a los tallos cortados. Desembocan en la puerta. Otras de animal, estremecedoras, profundas. Se pierden, también, en la puerta.

Doy una patada a la madera, que gira sobre los goznes. Golpea la pared. Casi no hay luz, salvo la que entra a mis espaldas. Distingo pequeños restos de barro seco que se dirigen a una habitación. De esa estancia, con la puerta entornada, proviene un sonido gutural, ronco. Intento no hacer más ruido del imprescindible. Abro dos ventanas, y alumbro la casa. Empuño la escopeta. Casi estoy seguro de que la bestia, tras la puerta, duerme. O, quizás, oculta en las sombras, me espere. Apoyo mi espalda en la pared, junto a la puerta entornada a la que me ha conducido el rastro. No veo nada por la rendija, salvo negrura. Empujo con una mano la puerta. La luz entra e ilumina la alfombra, el escritorio, el armario y una cama al fondo, donde alguien, efectivamente, duerme bajo las sábanas que se alzan y se repliegan al compás de la respiración que, ensordecedora, estremece a mi recién estrenado corazón.

Me acerco al cuerpo. Un lobo de un tamaño imposible ronca bajo las sábanas. Apoyo la escopeta en la pared. Me armo con el machete. Bajo con suavidad las sábanas y veo al lobo con una barriga propia de embarazada que ronca con gorro y camisón ajustado. En la barriga noto dos bultos que cabecean. Abro en canal al lobo, con cuidado. No siente dolor, sigue dormido. (En este mundo en el que he aparecido, las cosas son así). Una niña con caperuza roja y una vieja que la abrazaba salen de las vísceras del animal, como si esa fuera la puerta a otra dimensión. Jadean. Se quejan de que les faltaba el aire. Yo comparo, con discreción, el espacio que ocupaban dentro con el que ocupan fuera.

Antes de mirarme a la cara, ya están la niña y la que dice ser su abuela buscando piedras en el rellano, junto a la casa. Me piden que apile los cantos en el lugar de donde salieron ellas. Lo hago, ya sin cuidado, aunque el lobo respire, tan vivo (y dormido) como lo encontré.

Sin darme cuenta, alguien (supongo que la abuela —que sabrá coser—) ha cerrado la barriga del animal, que despierta quejumbroso. Ese bicho también habla. Casi le pregunto si padece de pesadez de estómago. Pero, en este mundo en el que ya me encuentro (borroso, como difuminado, como el que ha cumplido su función), no me atrevo a decir nada mientras veo al lobo, mi enemigo, desplazarse con mucho esfuerzo hacia el río, donde, por razones que para el animal serán lógicas, se adentra para fenecer ahogado.