El azaroso viaje de Marcelo

Vicente Nadal

En pleno vuelo de regreso a España, Juan y yo nos habíamos metido en la única cabina WC disponible para el pasaje de la clase turista B-2.

 

A los pocos minutos, ya se había formado una cola con cinco mujeres impacientes por entrar. La primera no dudó en dar unos golpecitos a la frágil portezuela del WC, preguntando con descaro: «¿¡Acaba ya!?».

 

Los dos estábamos congestionados, sudorosos. Miré fijamente a Juan, y… ¡por fin!, abrió la portezuela plegable. Quedaron visibles nuestro desaliño y una abultada bolsa de plástico blanca, que pendía de la mano izquierda de Juan. 

 

Enfrente de nosotros, había cuatro escrutadoras, o sea, ocho ojos que lo registraban todo. En cambio, la última de la fila mantenía una mirada perdida, propia de una soñadora despierta. Un estrecho y largo pasillo nos separaba de ellas; por allí deberíamos regresar a nuestros asientos con la mejor prestancia posible.

 

Fui el primero en salir, seguido por Juan. Durante aquel recorrido, atónito, musitaba con tono jaculatorio: «¡Dios mío!, ¿pero cómo he llegado a esto!?… ¡Menuda vergüenza estoy pasando!, ¿y… y qué pensarán de nosotros esos que nos miran así, sin pudor alguno? ¡Uffff! Me quiero morir, quiero desaparecer…».





Semejante experiencia la culminamos en la década de los ochenta. La mayoría de los jóvenes españoles vivimos apasionadamente aquella época; sin duda, motivados por la apertura sociopolítica y por la bonanza económica.

 

Juan y yo nos habíamos conocido en una celebración: despedida de casados (recién separados). Es cierto que el nuevo estado civil y nuestra sincera amistad propiciaron unas vacaciones improvisadas, eso sí: bastante alejados del entorno habitual.

 

Una vez instalados en La Habana, pronto descubrimos aquella realidad incongruente, y también a las jineteras y jineteros volcados al turismo para obtener divisas. O sea que el régimen totalitario surgido de la Revolución Cubana no era bien tolerado por una parte de la población. 

 

Los cubanos, casi siempre, me dejaban sorprendido por la familiaridad y sencillez con la que éramos recibidos en cualquier lugar. En una ocasión ─sin saberlo yo─, Juan compró un souvenir cubano; incluso acordó con el vendedor que lo recogería poco antes de nuestro regreso a España.

 

El último día, contratamos a un taxista particular para que nos llevase al Aeropuerto. Juan le indicó la ruta que debería seguir para que así pudiese recoger el souvenir y, como íbamos sobrados de tiempo, yo no puse reparo alguno a su triquiñuela.

 

Antes de llegar al Aeropuerto, Juan me enseñó el souvenir ─estaba envuelto con papeles dentro de una bolsa comercial de plástico blanca─. Al verlo, exclamé:

 

─Pero… ¿¡qué es esto!?  ¡Por Diossss! ¿A quién se le ha ocurrido esta majadería?  ¿Y ahora qué…? 

─¡Pues sí! Este es el souvenir que he comprado, y no te preocupes porque todo saldrá bien ─aseguró Juan, y puntualizó─: Yo pasaré la bolsa por la aduana y, si me la quitan… mala suerte; subiré al Jumbo y te esperaré en mi asiento. ¿Así te parece bien?… ¡Ah!, y tú como si no me conocieras.

Respondí enfático:

─Vale… ¡No quiero follones!, ¿lo tienes claro? Ya tengo bastante preocupación con los Davidoff y Cohiba que llevamos escondidos en las maletas.

Llegamos retrasados a la aduana con nuestro equipaje de mano y con la abultada bolsa de plástico blanca que sujetaba Juan. Éramos los dos últimos pasajeros para embarcar; así que, apresuradamente, nos hicieron los controles rutinarios sin objeción alguna.

─¿¡Ves cómo ha salido bien!? Ya estamos volando los tres: Marcelo, tú y yo ─afirmó Juan, satisfecho por su heroica hazaña. 

─¿Marcelo?… ─pregunté sorprendido.

─Sí, Marcelo. Es el nombre que le he puesto ─declaró Juan, pero añadió dubitativo─: ¿No te gusta para un gallo de pelea?

Para mantener sedado a Marcelo dentro de la bolsa, le debíamos administrar media pastilla con cierta regularidad. Por eso, cada vez, nos metíamos juntos en la cabina del WC: mientras uno sujetaba el pico abierto, el otro lo empapuzaba con agua y con la media pastilla. 

 

Marcelo ofreció bastante resistencia en la última administración, y eso generó una cola de cinco pasajeras impacientes por entrar. La primera  no dudó en dar unos golpecitos a la frágil portezuela del WC, preguntando con descaro: «¿¡Acaba ya!?»…


1. El Jumbo (Boeing 747) es un avión de fuselaje ancho (de grandes dimensiones). Cuenta con dos pasillos en el interior con tres asientos a la izquierda, cinco en medio y tres a la derecha. Dispone de dos pisos con capacidad máxima para 470 pasajeros. En 2022, cesará su producción.

2. Comprimidos de Diazepan 5 miligramos, suministrados clandestinamente  por el mismo criador de los gallos y gallinas de pelea. La pelea de gallos no estaba permitida en Cuba por orden gubernamental. Actualmente está regulada la crianza y exhibición de gallos que pelean  https://youtu.be/bNXb5FwE6Wg . El precio de los ejemplares y el importe de las apuestas hacen de este tipo de explotación animal un negocio muy lucrativo.