El autobús
Beatriz Lorenzo
—Señora, le faltan 5 céntimos.
—¡Ay! No me diga. ¿No es un euro veinte?
—Sí, hace 4 meses. Desde entonces vale un euro veinticinco. Ya sabe que todo en esta vida sube.
—Espere un momento, que busco en la cartera. He de tener por aquí una moneda.
Mientras la anciana intentaba encontrar los dichosos cinco céntimos, el conductor se limitaba a ver a través de su ventanilla. Ya le daba igual la cola que se estaba formando para entrar en el autobús y lo que la gente tuviese que esperar. “Qué día tan bonito hace hoy. Pena de tener que trabajar. Podría estar dando un paseo con Marcos. Qué poco tiempo paso con él últimamente”, pensó suspirando.
En el asiento de la ventanilla de la primera fila estaba sentado un anciano. No tenía prisa. Tan solo había cogido el autobús para salir un poco de casa, airearse y ver gente. Hacía tiempo que no pasaba por aquella zona; la notó cambiada. “Debería dar paseos más largos y ver otras zonas de la ciudad, que me estoy perdiendo su crecimiento y su evolución”, pensó.
Sentada en la última fila, una adolescente con la cabeza gacha e inmersa en su móvil parecía no darse cuenta de que el autobús llevaba parado un buen rato. La capucha de la sudadera le tapaba la cara. Se sentía segura así; creía en la invisibilidad que le otorgaba esa prenda de ropa tres tallas más grande de lo que necesitaba.
“Ya estoy en el autobús. En un ratito estoy ahí y ya me cuentas. No te preocupes, que no tardo. Qué cabrón el Alfredo. Hacerle eso a la pobre Sara. Normal que esté destrozada”. Después de haber avisado a su amiga por wasap, siguió viendo vídeos en TikTok.
En el medio del autobús un chico joven contemplaba nervioso la escena. Si esa señora no pagaba pronto su billete, iba a llegar tarde a la entrevista de trabajo. Escaseaban tanto ese tipo de ofertas que no se podía permitir perder esa oportunidad. Los movimientos cortos y rápidos de la pierna derecha, de arriba a abajo, denotaban su inquietud. Joder, señora. ¿Por qué no se hace una tarjeta monedero como todo el mundo? Se pasó las manos por la cara en otro gesto de nerviosismo.
Detrás de la anciana, cinco personas esperando para entrar.
—Ay, es que le juro que en este monedero debo tener cinco céntimos, pero se me han olvidado las gafas de cerca y no distingo bien. ¿Puede ser esta?
—Eso es un botón, señora. —El conductor, cada vez con más cara de hastío, siguió absorto en lo que acontecía.
El anciano disfrutaba como un niño del tiempo allí parados. La zona había sido objeto de una reforma importante y era la primera vez que la veía. Qué bonito está todo esto. Menudo cambio. Ojalá estuvieses aquí para verlo, Paquita. Te echo de menos.
La adolescente seguía sin darse cuenta de que estaban parados. Tenía mucho contenido en TikTok con el que ponerse al día. Voy a decirle a Sara de hacer este nuevo baile viral. Seguro que la anima y le hace olvidarse de Alfredo.
El chico joven ya no aguantaba más. Si no se iban, ya llegaría tarde a la entrevista, y lo más probable es que no se la hiciesen. No se lo podía permitir. Se levantó con tanto ímpetu que se golpeó la cabeza contra el techo.
—¡A ver, señora! ¡Le doy yo los cinco céntimos! —Se los sacó del bolsillo con una mano, mientras con la otra se tocaba el golpe de la cabeza. Se había hecho daño.
—¡Muchas gracias, joven! Da gusto ver que todavía queda gente amable y desinteresada en este mundo.
—¡Listo! Así ya está el euro veinticinco, ¿no? ¿Ya podemos irnos?
—Uno con… veinticinco. Correcto. Aquí tiene su billete.
El joven volvió a su sitio un poco más tranquilo. Albergaba esperanzas de llegar a tiempo.
La señora eligió un sitio en la parte delantera. Se sentó en el asiento del pasillo.
Las cinco personas que esperaron pacientemente para entrar por fin pudieron subirse al autobús.