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El abrazo

Sandy Manrique

Una mañana vimos el anuncio. Parpadeaba en medio del cielo en letras negras. Anunciaba el único lugar seguro para refugiarse. Había que salir de inmediato porque se cortarían las comunicaciones y caminando por falta de transporte.  Anuncios similares se emitieron en distintas partes del mundo para identificar los búnkeres más cercanos. 

 

Tomamos botellas de agua, viandas imperecederas, la pañalera de Manuelito y nos pusimos en camino. Vamos hacia ese lugar que desconocemos, pero anhelamos. Llevo a mi hijo de la mano. Anda sin enterarse de que la existencia humana está condenada. Hubiera querido estar cargada de comida para compartir, pero León me ha dicho que sea práctica y me concentre en nuestra familia.

 

A falta de noticieros no sabemos qué esperar. No tenemos idea si nos recibirán, si les agradará nuestro set de habilidades, si seamos requeridos o nos pidan que vayamos de vuelta. Ojalá aunque sea haya espacio para Manuelito, es pequeño y no causa problema.

 

Hace calor como nunca. Un infierno en la Tierra. Bien decía mi padre que el sol vendría a cobrarnos todo lo que le debemos. Nuestros pasos se funden con el pavimento en este tiempo de relojes detenidos. Todo está suspendido, lo único que se mueve es el termómetro marcando temperaturas ofensivas.

 

Una masa de gente, ansiosa por salvarse, camina. Algunos intentan correr para llegar en primer sitio, pero el calor no da tregua. Nadie habla, las palabras se han evaporado dejando en su lugar un vaho de  sudor. Solo nuestro hijo camina con  ojos brillantes, repitiendo la palabra “Caminar”, celebrando sus pasos sin saber que nada tienen que ver con la recreación.

 

Camina y después de horas se acuesta a dormir en la carriola que traemos para que descanse. León y yo tenemos la esperanza perdida y los pies ampollados cuando nos percatamos que hemos llegado al sitio esperado. Despertamos a Manuelito en medio de besos y gritos de júbilo.

 

Llegamos…

 

Pero algo está mal..es tarde…

 

La única puerta visible está cerrada.

 

Escuchamos gente en la parte de adentro. Han de estar preparándose para entrar al búnker. Tocamos, primero mesuradamente, luego con prisa y nervios. Manuelito, resguardado entre mis piernas, nos acompaña en el golpeteo pensando en un juego de tambores. 

 

 En la puerta de metal a  León y a mí se nos revientan los pies y nudillos. Hilos de sangre aparecen, pero no nos escuchan. Atrás llegan otras personas, se congregan a nuestras espaldas. No sé cuántos somos.  Ya no hay más a dónde ir. Además de la puerta, hay una muralla obstruyéndolo todo… quisiera explicarles mejor, pero siempre he sido mala para describir cosas. 

 

Manuelito sigue cogido de mi mano mientras mis lágrimas resbalan hasta evaporarse en el suelo. Pobre, pensaste que salvarías a tu familia, no pudiste. No eres una buena madre. Fallaste. Mis pensamientos me hacen explotar los oídos en un infame pitido. 

 

Un jalón en la falda. Dos. Tres. Un gritito. Mi hijo mirando hacia arriba, extiende los brazos y dice por primera vez “¡Abrazo!”, no, no  dice…grita feliz “¡Abrazo!”. Abre y cierra sus manos en puñitos. Temblando me acurruco junto a él y me fundo con su cuerpo. No le basta. Con la mirada en alto sigue extendiendo sus brazos pequeños pidiendo “¡Abrazo!.

 

Ha de ser porque de repente una corriente helada nos ha calado en  los huesos. Ha de tener frío, mi chiquito. “¡Abrazo!” pide, y mi esposo se acuclilla, se abraza a nosotros, pero nuestro hijo sigue mirando hacia todos lados urgiendo a todos como maestro de orquesta.

 

“¡Abrazo, que el niño está pidiendo abrazo!» dice una señora de cabello blanco y rodillas cansadas. Y el grupo cercano de gente, en vez de mirar la puerta, regresa a ver a Manuelito que los invita con la mirada y brazos. Ya no hay más. Se trata de abrazar o de alcanzar el abrazo, de hacer un tantito de calor. 

 

“¡¡El nene está pidiendo abrazo, todos júntense!!” dice una señora con voz militar y un dejo de ternura. Y los cuerpos se empalman, viejos y jóvenes, débiles y fuertes, amables e irascibles.  Y el calor regresa por un instante, una sensación de calma entre lágrimas y miedo. Todo estará bien. Nos vamos. Juntos.

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