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De las cenizas

Tamara Acosta

El fulgor de las llamas se reflejaba en sus pupilas. María, que a sus tempranos cinco añitos había visto más de lo que ningún niño debería ver y sufrido más que la mayoría de adultos, no sentía miedo. Tumbada en su cama, se encontraba enfrascada en el vaivén de ese fuego feroz, que, aunque peligroso, era engañoso aparentando ser alentador. Le insuflaba la paz que siempre le había faltado. Calmaba su tristeza y adormecía sus heridas. Podía sentir el calor en su piel, el cual identificaba con el calor del abrazo que siempre le había faltado. Se sentía en armonía. Pensó que era el más bello espectáculo que jamás había visto. El crepitar de todo lo que ese fuego se estaba llevando por delante, era música para sus oídos. Imaginaba figuras y hasta le pareció ver la cara de su madre, a pesar de que hacía más de dos años que la había abandonado. Por una vez, se encontraba totalmente ajena al horror que se estaba extendiendo a lo que, dudosamente, podríamos llamar su hogar. Apenas fue consciente de que unas manos la agarraron y la sacaron en volandas. Al salir de su zona de confort, el cuerpecito de María no aguantó más y a causa de todo el humo que sus pulmones habían inhalado, se desmayó en los brazos de aquel bombero. Lo siguiente que recordaba era estar en un hospital y como una mujer desconocida de sonrisa amable la cogió de la mano, la miró fijamente y le prometió que todo iba a salir bien. A los dos días la llevaron a un centro de menores y aquella mujer, que resultó ser la asistenta social, se convirtió en la única cara conocida en un lugar donde todo era incertidumbre y soledad.
Un mes después:
Me acuerdo como si fuese ayer del día en que me llamaron para explicarme que una niña necesitaba mi ayuda. Yo llevaba mucho tiempo en la lista de espera de acogida, aguardando con ganas que llegase este momento, pero ahora que se había hecho tangible, las dudas se apoderaban de mí. Estaba asustada y feliz a partes iguales. No me dijeron mucho, solamente que tenía cinco años y una vida muy complicada. Venía de un hogar muy pobre y estaba desnutrida cuando la encontraron. Me necesitaba, y yo a ella también, por lo que acepté sin
apenas pensármelo. Cuando fui a buscarla, me encontré con una niña preciosa; sin embargo, al mirarla podías notar que algo en ella no iba bien. Ese algo era muy sutil, esa estrecha línea que separa lo saludable de lo enfermizo. Sus ojos, verdes y tan grandes, eran la sombra de lo que se intuía que antes había sido un mar de luces. Gritaban el deseo de poder brillar y volar muy lejos, pero se veían atrapados en la desolación. Su semblante era triste. Su pelo castaño estaba sin vida. Su tez se había vuelto gris. Llevaba ropa dos tallas más grandes que alguien habría donado a la beneficencia. Se me partió el corazón y me pregunté cómo podía encontrarse tan desvalido un ser tan hermoso. Ese día me alejé un poco más de Dios, porque pensé que, si realmente existiera, no permitiría que los padres abandonasen así a sus hijos. Me la llevé a casa. Le había preparado un cuarto de princesa, comprado ropa y un montón de juguetes. Cuál fue mi sorpresa al descubrir que a la niña le daba igual lo material. Yo estaba perdida, no sabía cómo actuar. María los primeros días no hablaba, solo asentía o negaba con la cabeza. Cuando empezó a hablar solo era para preguntarme llorando dónde estaba su abuelita y por qué las habían separado. Sentía su odio y sabía que me culpaba por haberla arrancado de la única familia que le quedaba. Pero ¿cómo explicarle a alguien tan pequeño, que con aquel incendio lo habían perdido todo y que su abuela se encontraba en un albergue sin medios para cuidar de ella? María necesitaba mucho cariño, pero cada vez que me acercaba a darle un beso o un abrazo ella se ponía tensa y me miraba con cara extrañada. Estaba claro que no estaba acostumbrada a dar ni a recibir amor. Con el tiempo, empezó a acostumbrase a vivir conmigo. Hablaba y me hacía bromas, era una niña muy inteligente e independiente para su edad; supongo que no había tenido más remedio que serlo. No quería que la duchara ni que le diera de comer, decía que ella siempre lo había hecho sola. Me daba la impresión de que solo me necesitaba cuando llegaba la noche, que me cogía fuerte de la mano y me miraba suplicando que por favor no la dejara sola. Tenía un pánico atroz a que me marchase y no volviera. Ese trauma era lo único que su madre le había dejado. Decidí dejar de fumar, porque cada vez que encendía el mechero a María se le llenaban los ojos de lágrimas. Poco a poco comenzaba a jugar con sus juguetes nuevos, pero yo creo que lo hacía más por complacerme y por gratitud que por otra cosa. Tenía un extraño apego a su ropa vieja y al único pendiente que llevaba en la oreja. Le quise comprar un par nuevo, para que no fuese solo con uno, y se negó en rotundo. Creo que quería conservarlo porque era lo único que le quedaba de su vida anterior. En el colegio tuvo muchos problemas al principio, su historial educativo era deplorable. Había faltado mucho a clase e iba muy atrasada. Aun así, María tenía una capacidad de superación
extrema, y consiguió que al final de curso su tutora me diese la enhorabuena por la educación que le estaba dando. -Es otra niña. En todos los aspectos. -Me dijo. Me sentía tan orgullosa de ella… Su transformación a nivel tanto físico como emocional era increíble. Ya no le daban miedo las personas, ahora quería ser siempre el centro de atención. Reía todo el tiempo, se la veía con una felicidad infinita. El pelo le había crecido hasta los hombros, lleno de brillo y de vida. Sus ojos se habían convertido en dos faros capaces de alumbrar la noche más oscura. Ya no me imaginaba la vida sin ella, y más con hechos que con palabras, ella me hacía sentir cada día que yo me había convertido en su refugio.
Trece años después:
Estoy sentada con mi madre en el sofá. Con mi madre adoptiva, porque de la otra ya ni me acuerdo ni quiero acordarme. Aunque tengo un miedo terrible al fuego, le he pedido por primera vez que encienda la chimenea. Quiero dejar mi pasado y mis temores atrás. Ella me coge de la mano como siempre ha hecho; nunca me ha soltado por muy difícil que haya sido el camino. Es una persona única, generosa y altruista; y aunque no lo sepa, cada noche doy gracias a la vida por haberla puesto en mi camino. No sé dónde me encontraría ahora mismo si el destino no me hubiese cruzado con ella. Me quedo hipnotizada mirando las llamas. Me transportan a un tiempo pasado. A una habitación ardiendo donde vuelvo a sentirme una niña desvalida a la que nadie viene a rescatar porque a nadie le importa que viva o muera. Mientras siento todo esto, noto la mano que me sujeta firme, y por fin entiendo que no debo temer al fuego, sino todo lo contrario; el fuego me liberó y me trajo aquí. Gracias a él pude resurgir de mis cenizas y convertirme en el ave Fénix que estaba destinada a ser. Por las lágrimas que caen de mis ojos se escapa todo el peso que llevo arrastrando durante tantos años. Me giro hacia ella, dispuesta a decirle todo lo que siento; sin embargo, solo logro articular las cinco palabras que lo resumen todo: “Gracias por salvarme la vida”.

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