De diez en diez

Osbaldo Contreras

Tenía 72 años la noche del 20 de julio de 1969, cuando fui al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México para ver la transmisión en directo de la llegada del primer Hombre a la Luna. Sería un evento único en su tipo; decidí verlo en los televisores que habían instalado en ese lugar. Se encontraba abarrotado; anduve caminando hasta encontrar un buen sitio para verlo. De pronto, a las 8:56, el periodista Jacobo Zabludovsky dijo: «El primer ser humano ha puesto su pie sobre la superficie lunar. Es sencillamente extraordinario, señoras y señores, nos sentimos sumamente emocionados. Está pisando la superficie lunar. Este ha sido el instante, la fracción de segundo, el relámpago que divide dos épocas como en medio de un abismo».

Me sentí agradecido con la vida por haberme permitido ver a Neil Armstrong dejar su huella sobre la Luna, y luego dar grandes saltos. Lloré sin control, estaba conmovido. Algunas personas gritaban de júbilo, y otros se unían en abrazos felices; hubo muchos aplausos, porras. Nunca había experimentado nada igual. Al final de la transmisión caminé con destino a la salida. Debía tomar un taxi que me llevara a casa; ya era tarde.

En eso apareciste tú. Te acercaste a mí; pensé que estabas extraviada o me habías confundido con tu abuelo.

—¡Fue hermoso, verdad! —dijiste emocionada, con tu voz infantil.

—¡Sí! ¿Estás perdida, hija? ¿Buscas a alguien?

—No lo estoy, señor. Igual que usted, he venido para ver el alunizaje. —Levantaste la mirada: tenías los ojos llenos de lágrimas. Parecía que no deseabas llorar más—. He tenido una larga vida para llegar a este momento; no podía perdérmelo. Desde hace muchísimos años lo había imaginado y ha sido mejor de lo que esperaba. Ha valido la pena estar aquí.

—¡Pero si eres muy jovencita! No creo que ese tiempo que mencionas supere un par de años —comenté sonriendo—. Tendrás cuántos… ¿diez, once?

 

—Tengo diez años con dos meses, pero en realidad soy más grande. Algo así como un alma vieja. —Sonreíste de nuevo y me tomaste de la mano—. ¿Le puedo pedir un favor?

—Dime —respondí intrigado.

—Será mejor si nos sentamos.

Una banca alejada de los televisores y de la multitud fue ideal. Me pediste que te escuchara sin interrupciones, antes de tomar una decisión. Esa noche me contaste la historia más fantástica que jamás hubiera podido inventar. Comenzaste por confesar que tenías más de cien años de edad, aunque en ese momento, frente a mí, representaras solo diez. Hablaste de tu vida en el siglo xix, de tus viajes, del mundo, de la época. Lo más increíble fue tu visita a París y conocer a Vincent Van Gogh, aunque no era famoso. Yo quería saber más, dudaba que aquello hubiera sido verdad; sin embargo, lo narrabas con tanta seguridad y detalles que deseaba creerte.

—Por favor, debes ayudarme —insististe—. Necesito una nueva vida; estoy cansada de recordar un siglo de anécdotas, de cambios en el mundo, de seres queridos muertos y más. —Apretaste mis manos, suplicabas. —Acepté; quería probar. Un taxi nos condujo a la dirección que indicaste, pero caminamos a un parque enfrente—.Debes dejarme en el porche de esa casa al final. Confío en ti.

Sacaste una moneda antigua: se trataba de un siclo de Tiro. Una de las que había recibido Judas Iscariote por entregar a Jesús. Alguien te la había entregado, como lo harías conmigo.

—Con la mano izquierda se hace la transferencia —explicaste. Las unimos, dejando entre ellas la moneda—. ¿Aceptas por voluntad recibir una década de mi vida?

—Sí —respondí nervioso.

Te vi sonreír muy bonito; dijiste: «Gracias». La moneda vibró, y tú comenzaste a rejuvenecer, muy rápido, mientras yo sentí tus años caer sobre mí. Se me soltó tu manita Te perdiste entre tu ropa. Te vi convertirte en un bebé de dos meses, y ahora yo tendría 82 años.

Con mucho esfuerzo levanté la moneda del piso y a ti de la banca. Te envolví en la sudadera para dejarte en la casa que habías elegido. Toqué el timbre. Me alejé. Serías adoptada por una buena familia. Yo debía asimilar la experiencia y buscar rejuvenecer. Poco a poco.