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Edurne Izaguirre

Cuentos de niñas

Camina despacio, dando pequeñas patadas a las piedras. El pueblo está iluminado apenas por las tres farolas que aún quedan funcionando. Solo escucha las cigarras con su característico ruido veraniego. Claudia va pensando en lo brillante que ha estado hoy. Ha dejado a varios niños con cara de susto. Va sonriendo, pero su sonrisa se trunca cuando recuerda a la niña atrapada del cuento de Juliette. Una niña de su edad, que era feliz hasta que su padre decide encerrarla en el sótano. Una historia con un final un poco tétrico y fantástico, porque ella, Claudia, no se cree que, por decir tres veces su nombre frente a un espejo: “Ana, Ana, Ana”, vaya a aparecer delante de ella para llevársela a  su pequeño sótano para hacerle compañía. La verdad es que, mientras Juliette contaba la historia, en su mente se había formado la imagen de la niña, con cara triste,  un toque vengativo,  su pijama de princesas y su piel blanca casi transparente. Agarrada a su libro favorito. Esperando. Esperando poder tener a alguien junto a ella.

Es curioso: de repente ya no escucha las cigarras. Hasta el viento ha parado, y el calor del verano se siente más en su piel. A pesar de no ser más de las doce de un trece de agosto, todas las luces de las casas están apagadas. Incluso la de su abuela, que siempre la espera antes de irse a dormir. Un lento escalofrío recorre su cuerpo. Los pelos, en punta. Empieza a notar un cierto hormigueo en su nuca. Se gira. No hay nadie. No se oye ni un sonido. El pueblo parece congelado. Se inquieta. Empieza a caminar más deprisa. Le quedan cien metros a su casa, que le parecen una eternidad. Gira la cabeza. Sigue sin haber nada. El hormigueo de su nuca no se para. Los pelos están cada vez más en punta. Y no hay viento. Ni un soplido de aire. Está a veinte pasos de su casa; ya no camina: ahora está corriendo. Solo quiere llegar a la puerta, entrar y cerrar con esa llave gigante que tiene su puerta antigua. Siente que algo se acerca. Ya no quiere mirar atrás. Solo le quedan tres pasos. Abre la puerta, entra de un salto y cierra casi de un portazo. Por un momento, hasta desea que su abuela se haya despertado con el golpe, aunque le fuera a caer una bronca. Pero solo oye el silencio. Da la luz del portal (menos mal que funciona). Y sube corriendo las escaleras. Se plantea dormir con su abuela, pero se va a enfadar mucho con ella. No para de repetirle que las niñas pequeñas no deberían contarse historias de miedo. Pasa de largo su puerta y se mete en su cuarto. Cierra la puerta y apoya la espalda en ella. A salvo. Enciende la luz y va hacia su cama. No quiere girar su cabeza: sabe que ahí está el espejo del armario, y esta noche no le apetece mirarse en él. No sabe por qué, pero el nombre de Ana amenaza con salir de sus labios. Siente una poderosa tentación de mirar el espejo y decirlo. Se pone el pijama. Lo mejor que puede hacer es dormirse, dejar de pensar en estos cuentos. “Claudia, son cuentos”, se repite. Se mete bajo las sábanas y apaga la luz. La luna se cuela por las rendijas de su ventana. Puede ver que su cuarto está vacío; aun así, no se le ha ido el hormigueo de su nuca. A pesar de estar tapada con su manta, su piel sigue estando alerta. Hay una esquina de la habitación que no puede ver desde ese ángulo. Está oscura;  cree ver una forma. Da la luz. No hay nada. Claudia, relájate, está todo en tu cabeza. Apaga la luz y cierra los ojos. Fuerte, muy fuerte. Quiere dormirse. No puede. Abre los ojos, mira hacia la ventana y vuelve a ver la luna. La hipnotiza. Siente cómo su mirada empieza a seguir sus rayos. Ella no quiere, no quiere girar la cabeza, pero no puede evitarlo: tiene vida propia. Ve su reflejo en el espejo, y su boca se abre contra su voluntad: “Ana, Ana, Ana”. Ya no es su cara la que le devuelve el espejo.

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