Corona de espinas

Tamara Acosta

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Tengo la mirada puesta en el horizonte. Sentado en el banco de cemento, observo como se entremezcla el violeta y el naranja dando paso a un atardecer que me roba el aliento. Como cada día, no puedo evitar que mi vista se deslice hasta el muro custodiado por ese alambre de espino, el encargado de repetirnos, una y otra vez, que es imposible intentar escapar. Ese alambre me parece la metáfora perfecta de cómo es la vida aquí; subsistiendo mientras tu corazón va llenándose poco a poco de espinas. Mi mente divaga y hace que mi cuerpo se deslice hacia arriba, sobrevolando sin ningún esfuerzo esa maraña de pinchos que roba mi libertad. Sueño con cómo será volver a caminar libre por las calles, sin el peso que encorva mi espalda. Un grito me devuelve a la realidad y me doy cuenta de que mi cigarrillo se ha consumido. Me levanto y arrastro mis pies de forma cansada. Vuelvo a mi habitáculo, donde me espera un colchón mugriento y poco más. Hoy no es un buen día. Hay algunos más llevaderos, pero hoy es uno de esos en los que preferiría estar muerto. Mirando al techo centro mis pensamientos en la persona que era antes. Me recuerdo como alguien con un corazón noble, incapaz de hacer daño a nadie. Pero este lugar me ha cambiado. Fuera solo hablan de reinserción, de cómo un criminal puede rehabilitarse y volver a la sociedad. Pero, ¿qué pasa en el caso contrario? ¿Qué pasa cuando a un completo inocente se le encierra aquí? Pues como es natural, todo lo contrario, que se vuelve un criminal; porque es la única manera de sobrevivir. Si te pegan, tú pegas más fuerte. Si intentan apuñalarte, apuñalas tú primero. Es la otra cara de la moneda, esa que nadie quiere escuchar. A pesar de sentir deseos muy oscuros, por el momento, he conseguido controlarlos; sigo aferrándome a mi yo anterior. Diez años después de que me acusaran por una violación que jamás cometí, el juez ha dictaminado esta misma mañana mi puesta en libertad por cumplimiento íntegro de condena. Esta semana será la última que observe el muro y sus espinas desde dentro.  

 

Cinco meses después

 

Espero agazapado detrás del árbol de siempre. La oscuridad de la noche me protege. Observo el alambre de espino que descansa en el suelo, esperando tan ansioso como yo. A pesar de ser un lugar de muy poco tránsito, siempre acaba pasando alguien, solo hay que tener paciencia. Escucho un motor de fondo y veo a lo lejos un coche que se acerca, sin saberlo, preso de su destino. Mi respiración se agita a causa de la expectación. No te hagas ilusiones, no siempre es la víctima perfecta. Escucho con satisfacción el pinchazo de las ruedas al encontrarse con ese obstáculo inesperado. Una chica rubia de unos veinte años se baja del coche maldiciendo. Estoy de suerte, ésta sí me sirve. Cuando se dispone a coger el móvil para pedir ayuda, salgo de mi escondite sigilosamente y la agarro por detrás. La cojo tan de sorpresa que no le da tiempo a resistirse antes de hacerle perder el conocimiento. 

Tan solo transcurren cuatro horas hasta que alguien encuentra el cuerpo, esta vez ha sido rápido. Me mantengo a una distancia prudencial pero cercana, desde donde puedo observar mi gran obra maestra. La noche es cerrada, no hay peligro de ser visto. Diviso a lo lejos los destellos azules de los cuerpos de seguridad. Nada más llegar acordonan la zona. El cuerpo de la víctima, pequeña y muy delgada, descansa en la orilla del lago, desprovista de toda dignidad. Se la ve muy desvalida, vestida únicamente con el alambrado de púas que rodea su cuerpo sangrante. Estoy en la mejor parte, cuando buscan un culpable, ¿esta vez darán con el verdadero? Escucho la voz de la inspectora que grita desesperada: “Necesitamos plena protección de la escena del crimen. Quiero a todo el mundo peinando la zona en busca de cualquier evidencia que pueda ser de interés. Y sobre todo máximo respeto a la cadena de custodia, esta vez no quiero ni un error».

La científica comienza con la inspección ocular, haciendo fotos a todo aquello que pudiese servir de prueba. Todavía hay rigor mortis, por lo que el médico forense dictamina que la chica lleva pocas horas muerta. Mientras, el juez de guardia certifica la defunción para luego proceder al levantamiento del cadáver. A lo lejos, los testigos que la han encontrado, una pareja adolescente que buscaba intimidad en mitad del bosque, se abraza con la cara descompuesta. Yo observo toda la escena con mucha atención y me fijo en el precioso cabello rubio de la víctima y en la corona de espinas que adorna su cabeza, como la de Jesucristo, el hijo del mismo Dios que me abandonó haciéndome pagar por un delito que no había cometido. Desde mi escondite sonrío satisfecho y pienso que ésta sí es la verdadera justicia.