Compasión y venganza
Mirtha Briñez
Los hombres habían partido a la guerra, dejando atrás a las familias. Pensaron que el bosque era un lugar seguro, y allí las dejaron; sin embargo, estas fueron víctimas del enemigo. La única mujer armada pronto fue alcanzada por el fuego de las metrallas.
Zonya, llorando, se aferraba al sangrante e inerte cuerpo de su madre cuando los soldados entraron a la casa, separaron a las jóvenes y a algunas niñas, y dispararon al resto.
Uno de los soldados la separó del cadáver, la tiró de la trenza y la arrastró hacia una habitación. Ella cerró los ojos. Él comenzó a rasgar su vestido. Zonya cubrió su rostro con las manos ensangrentadas al sentir el aliento del hombre sobre su cara. Abrió los ojos, y él, de un salto, se separó de ella. Esos hermosos ojos le recordaron a su hermana: no podía hacerle daño. “¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes?”, le preguntó. Ella respondió: “Zonya, tengo quince años”. Ella vio, en el uniforme, un nombre: Sergei Dotokv.
“Límpiate la cara, escúchame bien: no te haré daño, debes gritar”, le ordenó. Acto seguido, desenvainó su cuchillo, e hizo un corte en el muslo de la joven: ella soltó un alarido. Sergei untó sus manos con la sangre que manaba de la pierna y frotó con esta los genitales de ella. Luego, cortó la trenza y la colocó en el bolsillo de su chaqueta. Salió de la habitación y, volviéndose, disparó.
Ella se acurrucó en un rincón; se tapó los oídos para no escuchar los gemidos de las otras jóvenes, las risas de los soldados y los disparos. Cuando todo estuvo en silencio, fue a ver a las mujeres. Estaban hechas un ovillo, con la mirada perdida; a las más pequeñas las habían ejecutado.
Cuando las muchachas estuvieron seguras de que el pelotón estaba lejos, se dirigieron al arroyo y, frenéticas, se frotaban como si quisieran borrar toda huella del ultraje. Se mudaron al granero, y comenzaron a sacar los cadáveres de la casa para enterrarlos.
Zonya, al ver el dolor de sus compañeras, no les contó lo que le había sucedido a ella. Días después, entró a la habitación donde Sergei la había arrastrado, y encontró la mochila de él. Con curiosidad la revisó; halló mapas y una fotografía familiar. Entendió por qué se había salvado: ella se parecía a la mujer de la imagen.
Pasados unos días, buscaban en el bosque a una de las muchachas que había desaparecido, y avistaron un grupo de hombres armados sin uniforme. Cargaban a la joven perdida. Asustadas, corrieron a ocultarse: temían vivir el horror de nuevo.
Zonya se acercó tanto como pudo para ver si eran enemigos. Los hombres entraron a la casa y salieron despavoridos: aún quedaban cadáveres. Vio cómo depositaban en el suelo a la chica extraviada; no se veía herida, pero parecía muerta. Sí, lo estaba: dos hombres cavaban una fosa.
Los hombres eran parte de la resistencia. Decidida, salió de su escondite y corrió hacia ellos. Los abrazó. Ellos contaron que habían encontrado a la amiga colgada de un árbol. Ella relató a los hombres lo sucedido; suponían que era el pelotón con el que se habían enfrentado.
Los hombres terminaron de enterrar a los muertos. Zonya se reunió con las compañeras y, junto con los hombres, emprendieron el viaje a través del bosque. En el camino vio un hombre tirado al pie de un árbol; una trenza se asomaba del bolsillo de la chaqueta. Con cautela se acercó a él: estaba vivo; luchaba por sacar el cuchillo que llevaba alrededor del muslo.
Al verla frente a él, suplicó: “Por favor, mátame, no me dejes sufrir”. Como un relámpago, la imagen de su padre sacrificando un cerdo cruzó por su mente. Ella desenfundó el cuchillo y, con un ágil movimiento, imitó a su padre. Zonya creyó oír que él dijo: “Gracias”.