Blanca

Diego Covarrubias

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Blanca nació entre algodones. Suena cursi, pero es la verdad. Su rostro era tan hermoso, que parecía un ángel de una pintura renacentista iluminado por un rayo de sol color ocre. Tan bella era, que sus padres la presumían como si fuera un trofeo obtenido en un concurso de artes plásticas.

         Con esta belleza a cuestas, Blanca creció más consentida que niña boba y más frondosa que una jacaranda morada. Verla quitaba el aliento.

          Cuando cumplió diez años, le organizaron una gran fiesta. La niña seguía tan hermosa como una aurora boreal. A la fiesta llegó la tía Violeta, recia matrona de generosas carnes y furiosa cabellera roja, que rara vez salía de su rancho en Zacatecas y que era experta en ordeñar vacas, ensillar caballos, engrasar motores y desplumar gallinas. Apenas ver a la niña dictó sentencia: “Está chula la escuincla, pero si la siguen atarantando con tanto elogio pendejo la van a convertir en una buena para nada”. Era la primera vez que un adulto le decía algo que no sonaba abetunado o empalagoso. A Blanca, las palabras le supieron a gloria y fue como si de repente encontrara su vocación. No solo sería una buena para nada, sería la campeona mundial de las buenas para nada. Con está intención afianzada en su mente cruzó por lo que le faltaba de niñez, y después, se embarcó rumbo a un futuro promisorio en busca de su príncipe azul.

         Sin hacer nada, se graduó con honores de la preparatoria. Bastaba una mirada de sus profundos ojos verdes para que un séquito de admiradores hiciera sus tareas: leer “El Quijote”, resolver ecuaciones de álgebra diferencial, recitar las capitales de los países del África negra. Cuando después de graduarse le preguntaron que qué quería estudiar, contestó que nada. “¿Nada?”, le recriminaron sus padres, “Nada”, repitió Blanca, con la determinación de una hilera de hormigas rojas llevando pedacitos de hojas al hormiguero.

        Los hombres enloquecían con su belleza. Blanca se dio cuenta de esto, y entendiendo que los millonarios se ajustaban más a su vocación de no hacer nada, los elegía sin remordimiento. Se dejaba querer, pero no poseer, argumentando que no consumaría ninguna relación hasta no estar casada bajo el régimen de bienes mancomunados. Los pretendientes aceptaban su mandato y se dejaban guiar, dóciles como borregos, al matrimonio. Ya casados, Blanca les prodigaba todos los placeres imaginables. Además del delirio carnal, sus maridos disfrutaban de una mujer que no se enojaba por nada, que no tenía celos de nada, que no exigía nada. Una mujer que era feliz sin hacer nada, y que, además, era hermosa como una puesta de sol anaranjada. Con todas estas bendiciones, los hombres agotaban pronto sus vigores y morían de felicidad a los pocos años, dejándola como heredera universal. A los cincuenta años, y con ocho matrimonios a cuestas, Blanca era dueña de una fortuna enorme, acumulada gracias a lo único que sabía hacer: nada. 

           La vejez le cayó como anillo al dedo. Se rodeó de sirvientes que le satisfacían cualquier capricho. Lo más relevante que hizo en esos años fue leer una que otra novela rosa. Cuando le preguntaban que qué opinaba de ellas, respondía, oronda, que nada.

          Cuando cumplió ochenta años se sintió vieja.  Fue al médico. “¿Qué tengo, doctor?”, le preguntó, después de someterse a un estudio invasivo. “Nada, señora, me da gusto decirle que usted no tiene nada”. Murió a la semana siguiente de aparente nada, mientras dormía plácidamente sobre las sábanas de seda amarilla que ornamentaban su cama.

          Su abogado convocó a la familia para leer el testamento. Las primeras líneas eran un sentido homenaje a la memoria de la tía Violeta. Después, hacía la siguiente reflexión: “Si en aquella fiesta de cumpleaños mi tía hubiera dicho que me iban a convertir en ‘una mala para todo’, en vez de decir en ‘una buena para nada’, mi vida hubiera sido muy diferente. Siempre hay que ver la vida a colores”. Terminaba el testamento con una frase lapidaria: “Dejo todo mi dinero a los hijos de la tía Violeta, y al resto de mis familiares les dejo el mejor aprendizaje que tuve en mi vida: nada”.