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Atrapada

María Posada

Estaba anocheciendo y hacía mucho frío, me encontré una vez más dando vueltas en un barrio residencial desierto y desconocido. Mi instinto me decía que no estaba muy lejos de mi hogar; yo continuaba dando vueltas por las calles, y cuando finalmente me acercaba a una casa que me parecía familiar, en ese momento descubría que no era la mía y vuelta a empezar. El cansancio me doblegaba, entonces me desperté en mi propia cama, como siempre rodeada de mis pertenencias. Quise abrir un poco más la persiana de mi dormitorio, pero la pila de cajas que había amontonado al lado de la ventana, me lo impedía. Ya no me importaba, me volví a acurrucar entre las sábanas. La luz de la ventana me parecía artificial. Si supiera como echo de menos el calor de sus abrazos. Él era el sol de mi vida.

 Abandoné mi cama con mucho esfuerzo, para empezar otro día de mi penosa existencia. En la cocina ya no me quedaban platos limpios, además me era difícil acceder a través del pasillo, ocupado con hileras de objetos amontonados unos encima de los otros, de manera desordenada, amenazando con desmoronarse. Aunque no tenía hambre, decidí aventurarme en la jungla de mi salón, allí tenía un microondas, un bol y latas de comida. Tanteando con cuidado me abrí camino entre muebles viejos apolillados, pilas de periódicos, revistas, cajas de cartón, bolsas de plástico, ropas, lámparas, artefactos, botellas de vino vacías, candelabros y cintas de video. Me preparé una sopa, y cuando me la estaba tomando, sentada en el único sillón que todavía no había ocupado, alguien llamó a mi puerta, rompiendo la paz de mi almuerzo. Mi falta de interés era más fuerte que la dificultad de llegar a la entrada. Sin embargo, la persistencia de los timbrazos, las voces gritando mi nombre insistentemente, me forzaron a adentrarme entre la maraña espesa de mis posesiones para atender a la puerta.

Cuando alcancé la entrada. Un hombre y una mujer portando un hatillo de llaves ya estaban dentro, husmeando con mezcla de curiosidad y horror, sujetándose las narices. Me sentí violada y humillada. 

─ ¿Quiénes son ustedes y quien les ha dado permiso para entrar en mi hogar? Pregunté enojada.

 ─ Discúlpenos, señora, por nuestra intromisión. Somos del ayuntamiento, hemos venido a su casa en varias ocasiones, y también le hemos escrito, sin obtener respuesta. Ahora, tenemos una orden judicial. Explicó el hombre, mientras ella me la mostraba.

─ Lo sentimos mucho, prosiguió ella, pensamos que no había nadie dentro. 

─ Y bien, ¿qué asunto les trae, para forzar la puerta de mi casa?

─ Hemos recibido repetidas quejas de los vecinos, sobre mal olor, insectos y roedores, además temen que se pueda producir un incendio. 

─ ¿Pero de que ratones me hablan, mi gato los mantiene a línea? En ese instante, recordé que hacía días que no lo veía.  

─ Estamos también preocupados por su bienestar.

─ Estoy perfectamente.   

─ Me temo que con su consentimiento o sin él, el ayuntamiento ya ha resuelto desalojar su propiedad.   

─ ¡Esto es inaudito! tengo cosas de gran valor.

─ Es mejor que colabore, así podrá decidir lo que desea guardar.

Estaba a punto de romper a llorar y les pedí que se fueran. Me dieron una tarjeta con un teléfono al que llamar.  Agitada, al volver al salón, tropecé con una pila de trastos, al ir a recogerlos, encontré bajo un mueble, el cuerpo muerto de mi gato en estado de descomposición. Compungida me desplomé en mi sillón donde debí quedarme dormida.

Al poco tiempo sentí que no podía respirar, el pecho me dolía, estaba atrapada. Una estantería de libros se había caído encima de mí. En ese instante vi el rostro de mi amado, mirándome lleno de tristeza y pude despertarme de mi pesadilla o premonición. En el suelo junto a mis pies, había una foto nuestra, juntos y felices, yo aún no estaba retirada y él todavía estaba conmigo, transmitiéndome su amor a la vida. 

Llamé al número que me habían dado. En las semanas siguientes tuve que hacer un esfuerzo titánico para salir de mi situación.   Ahora ya puedo abrir la ventana de mi cuarto. 

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