Asterión
Alberto Hidalgo
En el más antiguo de mis recuerdos corro por este laberinto, con los ojos cerrados, lo conozco, salas con puertas correderas automáticas, pasillos estrechos que las comunican, el Sol se releva con la Luna en el cielo, yo abajo corneo con un obstáculo, una puerta que no se abre a tiempo o una esquina en la que confundo el sentido. Adoraba, entonces, correr con los ojos cerrados. Quizá, antes de todo, aparecí corriendo y oía el sonido de las chapas de metal, todo mi peso golpeándolas, hay pasillos ondulados de tanto correr por ellos, paneles agujereados de tanto cornearlos, miro por los huecos y dan a otros pasadizos del laberinto, hay cristales rotos por todas partes, se me rajan los pies. Casi no hay superficie en la que tumbarme a descansar sin que una esquirla se me clave en la espalda o el costado. El olor a podredumbre me corrompe, no sé qué hacer con los cadáveres.
Me reflejo. En el cielo está el Sol, en el laberinto yo. Él ilumina y me veo en los cristales. Yo aún no sé qué puedo hacer por él. Me veo los cuernos, el hocico, distingo mi cara peluda, el cuerpo delgado, alto, el pecho prominente, el abdomen plano, el pene colgando, a veces escondido, las piernas dispuestas a correr. A veces doblo una esquina y un hombre o dos me atacan con una cara de terror que me duele más que los golpes. Ellos me han enseñado el miedo. Otras veces olfateo y los encuentro escondidos bajo cúmulos de inmundicia, entre heces y huesos de otros. Tiemblan y gritan cosas incomprensibles, yo los persigo, los corneo y hundo la mandíbula en el vientre, siempre empiezo por ahí. Luego apuro todo lo que puedo pero siempre quedan restos que se pudren y llegan los insectos, se comen las sobras y luego tantean mi piel, se me instalan en el vello del rostro, en la pelambre de la entrepierna, en la nuca, como si esperaran mi hora.
A veces corro como si yo no fuera único en mi especie y hubiera otro que me persigue y me fuera a dar caza, uno anterior a mí que recorriese este laberinto de pasillos y pantallas y cristales y rejillas buscándome, y es tan difícil, todos los recovecos son tan iguales, chapas que se extienden y se doblan en las esquinas y pantallas y paneles y cristales y arriba un cielo que se sujeta a otras reglas, sin pasillos ni salas entre ellas idénticas. Ni yo lo encuentro ni él me encuentra.
Casi no recuerdo el día que, sin esperarlo, atravesé una puerta igual a las otras mientras entraba un hombre por ella. Él salió corriendo por el laberinto. Descubrí una sala muy amplia donde ni siquiera se divisaban las paredes, donde había un cauce con agua, hierba hasta más allá de donde alcanzaba la vista —no sabía que la vista no llegaba más allá de una determinada distancia—, también había unas estructuras con ramas y hojas en las que se posaban los pájaros que a veces me sobrevolaban: un horizonte opresor de tan inabarcable, tanto, que volví sobre mis pasos. La puerta no se abría. La golpeé y corneé, pero no sufría daño. Luego vi que tres hombres me apuntaban. Luego dormí y desperté en casa, corrí hasta que no me quedaron más fuerzas. Comprendí que los hombres que devoraba eran mi dios, el origen que venía hacia mí. Sin ellos no habría laberinto ni habría yo, ellos me querían en casa. Venían, algunos, a perderse conmigo y a mantenerme con vida, en mi laberinto, donde solo olía a muerte, a la muerte que yo les daba.
Luego llegó el final. No lo comprendí. Un chico rubio, esta vez vestido, con un metal afilado que agarraba con ambas manos, me dijo unas palabras. No sé qué querría decirme, juraría que él creyó que lo entendía, lo que sé es que hundió el metal en mi vientre y la sangre se derramó sobre la sangre del cuerpo que, en ese momento, devoraba, luego perdí el conocimiento y no sé si habrán pasado unos días o mil años, pero aún no he despertado de nuevo.