Andrajos

José Luis Rivas

Una fina lluvia de invierno cae, persistente, sobre los viejos tejados. Con sus paraguas inclinados por el viento, los transeúntes apuran el paso para llegar a sus casas. Vienen de sus trabajos, después de un día castigados por el intenso frío. Los colegiales aprietan, con sus manitas enguantadas, las manos de sus madres. La débil luz del sol amarillea la tarde entre la bruma.

     Envidio a los afortunados que tienen a alguien esperándolos, seres por los que la vida tiene sentido. Llegan tiritando y acercan las manos a la lumbre. Besos y abrazos mutuos para los que llegan. La mesa está servida, comida caliente, humeante. Todos reunidos, entibiándose por dentro. Hay sonrisas, ocurrencias de los niños, regocijo. La jornada ha valido la pena.

     No es mi caso, por cierto. Mi mujer murió hace mucho tiempo, no tuvimos hijos. Mi vida toda ha sido un error. Habito en este pueblo pequeño, un escondite perfecto donde a nadie le interesa mi pasado, que ha quedado muy atrás, pero me cada noche me atormenta. Enseño idiomas en el instituto. No voy a bares y no hago vida social. Exhibo una apariencia de hombre serio, reservado. Nunca podré tener la sencilla felicidad de estas gentes.

     Desde mi ventana veo a la gente pasar, presurosos, hacia sus hogares. Soy egoísta, me entristece pensar en ellos pero me alegro por mí, y por mi perro que me acompaña echado junto al fuego y parece decirme: estoy bien, gracias, no me saques de aquí. 

     Enciendo las luces para combatir la penumbra y los fantasmas. Afuera las farolas  languidecen en círculos dorados. Cuando duermo tengo un sueño recurrente en el que veo reflectores, escucho sirenas y recibo órdenes. Me despierto azorado.

     Una sombra pasa por mi ventana. Tal vez me pareció, pero vuelve a pasar y esta vez se detiene. Un hombre de larga barba gris se me queda mirando. No sé si me ve, los cristales están empañados. No es noche para dejar entrar a extraños, pero este parece inofensivo. ¿Qué peligro hay en recibir a este hombre, cuya desolación se advierte en sus ojos? Quizás me haga un poco de compañía.

     Una vez dentro, el hombre se queda inmóvil, mirándome fijamente. Su aspecto impresiona, las ropas que lo visten son un montón de harapos superpuestos.

     —¿Cómo te llamas?, —le pregunto, ya dentro de la casa—. No responde y gira la cabeza   como reconociendo el terreno. Mi perro, curioso, se levanta y lo examina.

      El mendigo percibe el olor del guiso que se cuece en la cocina y clava sus ojos en mí. Con la mirada me dice que tiene hambre. Cojo un tazón de sopa abundante y una cuchara. Cuando vuelvo el hombre está sentado en el suelo. He visto muchas personas comiendo así. Señalo la mesa pero no se mueve. Le acerco el cuenco que coge con un temblor de manos, desdeña la cuchara y bebe directamente. Lo acaba y pide más. Esta vez le pongo un trozo de carne y chorizo. Lo come con las manos, sin levantar la cabeza. Me intriga este hombre, pobre y misterioso.

     —¿No puedes hablar?, —le pregunto—. Yo soy…

     —Rudolf  Weber, —interrumpe tajante el pordiosero—. El estupor me deja sin palabras.

     —¿Cómo sabes mi nombre?

     —Auschwitz, ¿recuerdas? Eras uno de los kapos del campo. Exterminaste, por orden de las SS, a miles de prisioneros en las cámaras de gas. Y te he visto matar de un tiro en la nuca, a pobres diablos como yo, después haber cavado sus propias tumbas. Soy un pordiosero, nunca he podido abandonar esta condición. Frente a un plato de comida me transformo y recuerdo la sopa asquerosa y el mendrugo de pan diarios.

     —Ya me he arrepentido, —digo— sin poder controlar el temblor de mis piernas. Ahora soy un buen ciudadano.

     —¿Cuál es tu nombre?, insisto.

     —No tengo nombre, soy un número, —responde el mendigo—, enseñándome el tatuaje que lleva en el brazo izquierdo.

     De entre sus andrajos saca una pistola. Tal vez sea justo, pienso, he hecho mucho daño. Tengo miedo pero no suplicaré. Ofrezco mi pecho.

     —Estoy listo.

     —No será tan fácil, sufrirás escarnio y serás juzgado por tus crímenes, oportunidad que no diste a tus víctimas. Será un largo viaje. Abre la puerta y entran dos hombres encapuchados. Me esposan y me cubren la cabeza. Mi perro ladra, pero no es más que un aullido lastimero.