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Ahora vuelvo | Roberto Vega

«Ahora vuelvo», fueron las últimas palabras que le escuché decir a Mariano, el tonto del pueblo. Con esto no quiero decir que yo lo considerara tonto, era lo que pensaban todos; para mí, era algo así como un amigo. Y, aunque había más, a los que consideraban totos, quiero decir, de esos mejor no hablar.

Éramos compañeros de partida (nadie más quería echar una con él), y decía que éramos familia, lo cual parecía ser mucho para él porque no dejaba de repetírmelo. Según su versión, en algún punto de nuestros linajes la cosa se había cruzado, y compartíamos parientes. Aunque alguna de mis tías le echó el alto por andar por ahí contando esas cosas, a mí me daba igual, en él solo veía un tipo agradable, de sonrisa fácil, con quien me gustaba pasar el rato.

Era mayor que yo, me sacaba unos cuarenta años. Tenía una mujer, Rosalía, con la que discutía al menos dos veces al día, básicamente cada vez que se veían, y tres hijos (como decía: «Un varón (el mayor) y dos hembras»). «El chaval me salió guapo», me confesó en una ocasión. Contaban que una tarde, el chico le había preguntado a Rosalía si era guapo, «Sí, hijo, sí, como el culo de un lorito» le había respondido su madre; se le conocía por el Lorito. La cosa es que el chaval se le fue de casa con quince años y, aunque decían que estaba en Madrid, nadie conocía realmente si el dato era cierto. De la mediana no se sabía demasiado: se casó, se divorció y decían que también vivía en Madrid. «La pequeña es diferente —me reconoció una noche frente a los naipes—, con catorce años (la primera vez que iba a una discoteca) se quedó embarazada; ahora vive con el marido y sus tres hijos en el pueblo de él».

Mariano siempre estaba algo borracho, sobre todo si ese día le había salido algún trabajo. Tenía fama de levantar las piedras de mayor tamaño (entonces no se llevaba lo de las grúas en las obras), pero, a pesar de que no cobraba mucho, la cosa no le iba bien. Cuando le salía algo, nunca ponía condiciones, aunque le gustaba que el patrón no fuese remilgado y que no faltara una bota de vino con la que mojar el gaznate; en días así, rara vez estaba sobrio a las doce de la mañana.

Todos me decían que dejara de jugarme el café con él, que, a las cartas, yo era muy malo y él muy largo, pero a mí eso también me daba igual. Cada noche se me acercaba con su ajada barba de varios días, sus cejas pobladas, su camisa de cuadros, sus anchos pantalones de pana, su Celta entre los labios y su raída visera a un lado, y me preguntaba: «¿Qué, echamos una rápida?».

El caso es que siempre me ganaba, la partida, digo. Lo nuestro era el tute de dos, y tengo que reconocer que yo me entretenía más en analizar sus silencios, o en observar la forma de sus labios al contar las cartas, que en memorizar las que habían salido, o en ver si había llegado a sesenta y cinco (el importe mínimo para ganar una mano sin cantar).

Es curioso, visto en la distancia, resulta extraño, pero, por aquel entonces, nadie nos sorprendíamos cuando, a mitad del juego, se levantaba y decía con su voz áspera: «Ahora vuelvo». Nunca tardaba más de diez minutos: la casa no la tenía lejos, a cincuenta metros, y decían que la garrafa de vino la dejaba junto a la escandilla, en la entrada; un trago, y regresaba para seguir el juego.

Mariano nos dejó una noche de invierno. «Ahora vuelvo», rezongó, y salió con una larga trompeta de ceniza en el Celta; en esta ocasión, su andar parecía algo más escorado. Como tardaba mucho, todos pensamos que se habría quedado dormido, o que Rosalía lo habría pillado. La cosa es que seguimos a lo nuestro, a nada realmente, mientras Mariano yacía muerto en la calle, a la puerta de su casa, bajo una helada que escarchó su camisa de cuadros y sus pantalones de pana.

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