JL Rivas

¿Qué estación es esta?

El tren irrumpe en la oscuridad de la llanura. Exhala nubes de vapor. Las minúsculas luces de las ventanillas semejan un desfile de luciérnagas. Se pierde en la distancia, se lo traga la noche. Es un misterio de adiós y soledad. 

     Dentro es la hora de la cena. En el lujoso coche comedor se sirven exquisitos platos y se descorchan botellas de champán. Es el viaje inaugural de la línea férrea. Están invitados altos directivos de la International British Railways Corporation, el Gobernador, el Ministro de Transporte y funcionarios de la provincia, con sus respectivas esposas.

     De repente el tren se detiene. Los pasajeros se asoman a mirar pero los cristales reflejan el interior del vagón. Tenían entendido que no habría paradas ¿Qué estación puede ser? No se ve ninguna. Es un viaje seguro, así dice la invitación. Los pasajeros se relajan y siguen comiendo y bebiendo. El champán hace de las suyas. Terminan cantando y bailando en los pasillos.

     —En este viaje no hay periodistas, señoras y señores. ¡Somos libres!. ¡A divertirnos!            ¡Viva la Compañía de Ferrocarriles! —exclama medio borracho el Gobernador. 

     —¡Viva! —responden los demás.

     —Señor —le dice su secretario con disimulo— si quiere lo acompaño al camarote.

—No sea pendejo —responde aquel— ¿no ve que estoy ligando?, mientras le guiña un ojo a la regordeta mujer del Ministro. 

     El tren sigue detenido. Alguien propone un brindis, ahora que las copas no tiemblan. Todo el mundo está contento, el servicio es de primera. Al principio nadie protesta por la demora en reanudar el viaje. Una gran fiesta en mitad de la nada ¡y sin testigos! El alcohol desinhibe a hombres y mujeres. Algunos, de cultivado abdomen, persiguen a las damas con miradas lascivas. Ellas se sienten acosadas, pero están viviendo una aventura que no se imaginaron.

     Al cabo de un rato, algunos empiezan a impacientarse. Por qué no avanzamos. Llegaremos tarde al acto oficial.

     —Damas y caballeros, muy buenas noches —irrumpen tres hombres enmascarados vestidos de negro. Impresionan por su apostura, piensa la esposa del Gobernador. 

     Se ubican en los extremos del vagón y el que había hablado completa su discurso.

     — Espero que se estén divirtiendo. Disculpen ustedes la demora, pero es que hemos tenido que trasladar vuestro equipaje de los camarotes a sitio seguro. Para hacerles más amena la velada, les ordeno, amablemente, que vacíen sus bolsillos sobre las mesas. Las medallas también. Como ven estamos armados, así que, por favor, nada de sorpresas. 

     Se hace un silencio. El representante de la International Railway intenta hablar:

     —Aquí todous important people, you are metiendou in a big problema.

     El que manda le apunta con su pistola y le manda callar. Algunas mujeres, decepcionadas, esperaban algo más de sus maridos. No hay más resistencia.

     Ahora, damas y caballeros, quítense la ropa hasta quedar en paños menores. Todos y todas. Mis hombres la recogerán. Todo el mundo protesta, no están dispuestos a semejante ultraje. Unos animan a otros a revelarse. El asaltante dispara dos tiros al techo. Los comensales buscan refugio bajo las mesas. A una señal del jefe, uno de los compañeros empuja a dos hombres maniatados al salón. Son el maquinista y el fogonero.

     —Estos hombres serán nuestros rehenes. Si alguien más protesta, este tren nunca llegará a destino.

     —Oh, —dice por lo bajo la mujer del Gobernador—. Qué emocionante, nunca he conocido a un rehén. 

     Terminado el operativo, ahora que han quedado solos, los ilustres pasajeros evitan, con pudor, mirarse unos a otros. Protestan airadamente y prometen castigos   ejemplares para los delincuentes, con toda la fuerza de la ley. En eso, con lentos bufidos de la locomotora, el tren se pone en marcha. Los invitados saltan de alegría como si les abrieran las puertas de una cárcel.

     En la ciudad terminal, el comité de bienvenida se ha ido reduciendo; solo quedan los más estoicos. A la señal de ¡ahí viene el tren!, los músicos de la banda se desperezan y hacen sonar sus instrumentos. Pero cuando ven a los visitantes bajar las escalerillas en esas condiciones, la risa los puede y no son capaces de seguir tocando.

     —Nos habían dicho que vendrían un poco achispados —comenta el Alcalde de la ciudad— pero una orgía no me la esperaba.