Melodía en el viento

Roy Carvajal

Hanae siguió las huellas. Las huellas de los zapatos que ahora calzaba. Caminó días, luego semanas, con su cuerpo fantasmagórico, perdida en el sendero, sin poderse sacar aquellos zapatones charolados. Las llagas no picaban. Su estómago no rugía. El frío ni siquiera helaba. Música y cantos de niños se deslizaron entre el viento.

 

—Zawa-zawaaaa! Rueda, rueda, ¡oh destino! con nosotros en la muerte,

que en el bosque y su camino, nuestras almas se levanten.

 

Los zapatos empezaron a bailar solos, en círculo, al son de tambores lejanos. El empeine aquí y el tacón allá, calzando los piececitos de Hanae, traslúcidos como la niebla, difuminados, borrosos. 

 

—Wasshoi! La niña pretende morir, ir al cielo es su anhelo.

Corazón pequeño y calcinado, un demonio la dejó partir.

 

Los yukinkos emergieron de entre árboles centenarios, duendecillos de la felicidad. Despertaron al alba celebrando con flautas de bambú el inicio de la primavera, cantando, bailando entre tambores de piel, nevadas convirtiéndose en ríos cristalinos. 

Este nuevo día, sus manos diminutas dejaron de lado martillos y hormas, no cortaron el cuero ni cosieron con hilos dorados las suelas. Los tacones se moverían incansables, su danza perdurando hasta el último rayo del sol.

 

—Kawaii! Enterrada entre las brasas con dos ramitas escapa.

En la nieve su obra culmina, la criatura, sonríe satisfecha.

 

Hanae apelmazó nieve con sus manitas etéreas y luminosas, ya no hacían falta sus guantecitos de felpa. La blancura de la nieve tomó la forma de tres grandes bolas: la primera, la más grande, rodó en medio sendero. Una bola mediana se levantó en el aire, se posó encima, y una tercera, pequeña como su cabecita, descansó sobre ambas. Después de tantos años, extrañaba a su abuela. Nadie aplaudió su obra, pero faltaba el toque final.

 

—Yatta, yatta! Inicia la primavera, el pequeño corazón despierta,

melodía en el viento, una criatura en el firmamento.

 

Le dibujó una sonrisa picando cinco agujeros como boca y remató con los ojos. Cuerpo etéreo, no era tan fantasma. Insertó una ramita a cada lado, aquellos brazos nervudos que tomó de la cueva, casi humanos, no era robar, había cientos de ellos. Quisiera tener una zanahoria para la nariz y una bufanda para abrigar a su muñeco… ahora sin hambre y sin frío, la ironía de la vida. De inmediato sintió que los mocasines retomaron su movimiento al compás de una musiquilla de juerga que resonaba en la brisa, como que las melodías aflojaban los zapatos, entonces flotó para quitárselos. ¡Serían los pies del muñeco de nieve! Su felicidad. Su obra maestra. Su nueva compañía. En ese instante, un sombrerillo de paja cayó del cielo y se posó encima del muñeco.

Hanae notó una figura corpulenta y traslúcida moviéndose en el claro. Su ropa larga como una bata flotaba alrededor de una veintena de figurillas, sus ojos como dos luciérnagas perdidas entre los copos de nieve. 

El espíritu de abuela Mitsuko brillaba con luz candente, danzaba junto a los yukinkos diminutos, en sus sombreros de paja, tomados de las manitas, cantando en rondalla. La anciana esbozó una sonrisa y saludó con su mano resplandeciente.

Con un sollozo contenido, el espíritu de Hanae flotó hacia ella. En un torbellino de mantras y hojas, los yukinkos envolvieron a la abuela y a su nieta, elevándose todos en espiral, desapareciendo entre las copas de los árboles.

 

—Banzai! De la nieve surge un roble, de la sombra un hechizo,

nuestras voces, canto en flor, un demonio jamás vencido.

 

***

 

Los zapatos de charol quedaron bajo el muñeco de nieve, decorando su figura estática y abandonada. Lento y pausado, los agujeros de sus ojos empiezan a iluminarse desde adentro, rojos como brasas. Las extremidades de ramitas arden con tal furia, que las bolas de nieve se desvanecen en vapor. Sombrerillo al carbón. Mojados y en silencio, los zapatos esperan ansiosos el momento de envolver los pasos del futuro dueño.