La cabeza de Juan

Olivia Castillo

Necesito aire, la opresión en el pecho se acrecienta y me hace sentir como un animal fatigado en mitad del desierto. Pero aquí es imposible, el único soplo que me llega es el de mi propia respiración. 

 

Sé que pronto vendrán los emisarios del rey a interpelarme acerca de lo sucedido y no tengo el afán de alegar inocencia, ya que soy la única responsable. De cierto lo creo.

 

Juan, tus ojos de pozo profundo, de agüita serena como un cántaro de agua fresca, nos salpicó de amor y deseo; de ese sentimiento irreflexivo e irrefrenable que arrastra a los seres vacíos o llenos de soledad. Estoy segura.

 

Y qué decir de tu boca pequeña, suave, bien perfilada. Tal vez dulce como un panal de miel primaveral y por ello, tan codiciable, al igual que tu cuerpo de roble.

¿Qué podíamos hacer dos mujeres sedientas? Nos enamoramos.

 

A mí ni siquiera me miraste, fui tan invisible como una estrellita atrás del sol. Pero a ella, a la madre, tu voz acusadora la derruyó igual que a una estatua que apedrean. Tan bonita, tan acostumbrada a ganar. La princesita; tan soberbia.

 

Ya escucho sus pasos; se acercan. Necesito aire, mucho aire, por favor, sáquenme de aquí, pido, suplico. Quiero respirar aire puro, ver el cielo azul y meter mis pies en el agua, porque me estoy quemando como aquél día en que te vi pasar y no me viste o no quisiste verme. La mocita; tan invisible.

 

Están abriendo la celda pero no diré nada, aunque me maten. ¡Cómo voy a inculpar a mi madre!, pero ¿fue ella o fui yo? Las dos.

 

― Despierta, muchacha. ¡No te asustes!, solo queremos hacerte unas preguntas y luego te irás.

 

Fingen, están fingiendo, no son buenos, si lo fueran ya me habrían sacado de este lugar. ¿Y ella, dónde está mi madre?, ¡Debería estar conmigo! Necesitamos irnos.

 

― ¿Y mi madre?― pregunto.

 

― En otra celda. Quiere que digas la verdad, toda la verdad.

 

― ¿Ella dijo eso?

― Sí, está cansada, quiere irse.

― ¡Es que yo… ya no sé cuál es la verdad! 

― Cuéntanos, ¿dónde conociste a Juan?

― Cuando me fui a bañar al río.

― ¿Y él, qué hacía él?

― Mojaba con agua la cabeza de la gente y los convertía en palomas.

― ¿Estabas sola?

― No, mi madre estaba conmigo.

― ¿Qué hizo ella?

― También quería convertirse en paloma, pero él no la escuchó.

― ¿Y tú?

Los hombres no entendían,  su necedad me fastidiaba,  repitiendo siempre lo mismo si era tan evidente el caso. Todo el pueblo lo sabía. Entonces una ráfaga de luz o un ruido la trasportó a otro día.

― Yo bailaba de un lado a otro, moviendo mis caderas, las manos y mis piernas, al compás de la música. También daba saltos armónicos y mi cintura ondulante provocaba suspiros al igual que círculo perfecto de mi ombligo.

― ¿Y cuando acabaste de bailar qué pasó?

― El marido de mi madre, embelesado, seducido por mis movimientos, gritó arrobado: “pídeme lo que quieras, que hoy te será concedido”. Entonces se acercó mi madre para arreglarme la túnica de mi vestido y gimoteando dijo “pide la cabeza de Juan”, “pide la cabeza de Juan”. Desde ahí me empezó a faltar el aire.

¡No sé qué víbora se metió a la boca y me hizo expulsar ese veneno, que ahora me ahoga.

― ¿Qué hiciste con la cabeza que te dio Herodes, Salomé?

― ¡Se la di a mi madre en charola de plata!

― ¿Y después?

Como despertando de un letargo 

―Ahora entiendo, señores, no es Herodes el que me tiene presa, es mi propia madre ¿no es cierto?  ¡Quiere su preciada cabeza!, Pues díganle que la enterré muy lejos, donde ella no pueda abrazarla ni besarla como una hiena desesperada, todos los días, a todas horas delante de mí, llenando de olores putrefactos cada bocanada de aire que respiro.

 

 También díganle que se vaya al infierno, que ahí la espero, en ese lugar violento,  a donde ella misma me condenó a vivir por siempre, sumergida en la sangre de Juan, el Bautista.