Hijos de Cuscatlán

Montserrat Elwes

Mi papá siempre me dijo: “Esta tierra es buena, la más poderosa y fértil. Mira, niña, Cuscatlán —tierra de riqueza— se llamaba nuestro país en lengua maya, antes que los españoles lo llamaran El Salvador, quién sabe por qué. Pero lo que sí sé, mi niña, es que una línea de volcanes atraviesa nuestro paisito, desde el norte, allá en México, hasta el Sur, llegando a Nicaragua”. 

Vivíamos junto a una hacienda, en la ladera del volcán Santa Ana. Mi papá cargaba el café cuesta abajo; casi parecía que rodaba con esos sacos más grandes que él. Cuando regresaba por más, desaparecía en la selva con arbustos de pinchos y frutos rojos. Los hombres se deslomaban, pero así había sido siempre. Hombres de barro y maíz, arañando la tierra, pidiéndole permiso, arrastrándose entre sus frutos. 

Teníamos una casita de madera donde mamá torteaba el maíz y cocinaba frijoles. Las hamacas colgaban de modo irregular. No necesitábamos más; tampoco sabíamos que hubiera nada más en el mundo. Papá decía que en la capital los pobres eran más pobres. Nunca lo vi rezar, pero papá se despertaba y miraba hacia lo alto del volcán como dándole gracias. No hablaba; sorbía la taza de café y miraba el cráter. 

Cada mañana bajábamos los niños al cantón para ir a la escuela. Pequeñas sonrisas destentadas, nacidos de cualquier semilla en tierra fértil, hijos del volcán. 

Sería época de lluvias cuando el temblor nos despertó a medianoche. Mi hermanito no paró de llorar hasta el amanecer. Los temblores eran normales; estábamos acostumbrados. Pero aquella vez hasta las gallinas presintieron algo diferente. La tierra estaba rugiendo y no quisimos escucharla, así que se fue enfadando más y más. Durante semanas, la tierra rugió. Parecía querer decirnos algo, y nadie lo entendía. Papá miraba al cráter y parecía preguntarle, rogarle una respuesta, y el volcán no hablaba, hasta aquel día en que el volcán sí dijo; lo dijo todo de una vez. Empezó a vomitar como si tuviera un empacho, como si le hubiera sentado mal la cena de huevos con tomate. A media tarde, papá recién llegaba de la hacienda cuando vino nuestro vecino, con la mirada descompuesta. “¡Sálganse! Ahorita mismo. Salgan de la casa, que el volcán se sale de sí, que el volcán se descompuso”. Y mamá quiso coger los cacharros y no podía con el chiquito, y no quería irse sin apagar la lumbre y lloraba y recogía cosas, y se le caían y papá salía y entraba y miraba al volcán y decía que solo era el humo de siempre, que de nuestra casa no podíamos irnos, que dónde íbamos a ir, que no había mejor tierra que esa, que la casa, que los animalitos, que dónde íbamos a ir. Yo cogí mi perro y me acurruqué bajo la palma más grande. Debí pensar que ningún fuego podría llegar ahí, bajo el verde intenso. 

Aquella noche la pasamos en la cancha de la escuela; vueltas y vueltas de mi papá, de todos aquellos hombres que miraban desde lejos los cafetales, que temían y no querían decirlo. Pero el volcán se enfadó más. Tres días después, vinieron a buscarnos los de Protección Civil. Y papá murmuraba como descompuesto: “La casa, ¡volcán!, ¿qué nos haces? ¡Ay, la casa!, ¡Volcán!, ¿qué querés? ¡Ay, la casa!, ¿y dónde vamos?, ¡ay, qué haremos!, ¡ay, la casa!”. Y el volcán estuvo enfadado varios meses. Y se llevó nuestra casa y todas las demás. El volcán devoró los cafetales que tanto dinero valían, y nadie podía decir nada porque el volcán lo dijo todo. 

Anduvimos sin casa un tiempo, árboles con la raíz en una maceta, sin saber dónde. Viviendo de la solidaridad de unos y de otros. Un primo le dijo a mi papá que nos fuéramos al sur, que había trabajo, que la tierra era buena, que había algodón para recoger y se daba bien el maíz. Y plantamos nuestro hogar en tierra fértil. Cada año el río se desborda y se lleva algunas casas. Somos hijos de la tierra, hijos de Cuscatlán, y nuestro hogar crece con la lluvia de abril.