El viudo y sus hijas

Alberto Hidalgo

El viudo había criado a cinco hijas que eran la viva reencarnación de su desdichada madre: Clara, Marta, Ana, Sara y Leticia. El bullicio cotidiano del hogar no evitó que el viudo mantuviese un vívido recuerdo de su esposa, fallecida al dar a luz a Leticia, y que brindase en silencio por su memoria, cada noche, con un chupito de tequila antes de acostarse. Fue el único vicio que se permitió en largos años de trabajo sin descanso, en los que compaginó su ocupación como funcionario con los quehaceres de su humilde casa con los propios de la crianza y educación de sus niñas.

Sus hijas lo colmaron de orgullo: devotas cristianas con excelentes calificaciones académicas que competían en una muda búsqueda de la virtud. Nunca discutían, nunca se desairaban, siempre dispuestas a ayudar y a sobresalir por su simpatía, cultura y buenos modales. Atentas con el prójimo y con su padre… Eran tales las satisfacciones que le proporcionaban que para él su mujer se desvaneció en un recuerdo dulce desprovisto de dolor. Brindaba con su chupito, cada noche, agradecido por el tiempo que compartido y, de algún modo, feliz en su nostalgia.

 

El día del decimoquinto cumpleaños de la primogénita, celebraron una fiesta familiar. El viudo vio a su hija Clara divertirse como pocas veces, agradecida con el regalo de sus hermanas, una Biblia, y con el de su padre, unos pendientes. Ella se demoró en acostarse, así que el viudo se le acercó y dijo: «Ya que te haces mayor, ¿tomarás un chupito conmigo?». Ella aceptó y lo tomó sin rechistar, aunque al momento le saltaron dos lágrimas sobre las mejillas, que enrojecieron. El viudo rio y dijo: «A la salud de tu madre, hija mía». Y se acostó.

Clara no volvió a abrir los ojos a la siguiente mañana, sin que la policía ni el forense ni nadie explicasen el porqué de aquella muerte.

Once meses después, no organizaron ninguna celebración por el decimoquinto cumpleaños de Marta, pues el luto se hizo con la casa y con sus almas. El viudo se apresuró en envejecer y se abandonó bajo el cobijo de sus hijas, torpe y descuidado como nunca había sido. Lo único que la tristeza regaló a Marta fue un bizcocho, a compartir con sus hermanas en la merienda. Aquella noche el viudo tomó su chupito solo, y ni a ella ni a él se les ocurrió brindar por nada.

Marta tampoco despertó al día siguiente.

 

Ana, la tercera, intentó luchar contra los relojes. Enloquecida tras el funeral de Marta, a su edad de catorce años, destruyó todo lo que evocase al paso del tiempo en la casa. Lloró angustiada en cada jornada que transcurrió, porque el tiempo no se detenía.  Cuando llegó la fecha de su cumpleaños, ya llevaba un par de meses postrada en su cama, esperando su muerte. El viudo se empeñó en hacerlo todo distinto aquel día. Tomó su chupito en el desayuno. No compraron pastel, ni siquiera entraron a la habitación donde yacía Marta, que tampoco volvió a levantarse.

En su funeral, Sara habló con el párroco porque había decidido buscar la protección del Señor como monja de clausura. E ingresó en el convento de Santa Angustias, en las afueras.

El viudo recibió la noticia de su muerte en la fecha esperada, borracho, tal como pasaba entonces los días, declarado incapaz en su trabajo y dependiente de su hija Leticia para subsistir. Oía, pero no escuchaba. Andaba pero no estaba presente, en un penar que se prolongó hasta el día que Leticia cumplió quince años.

Por la tarde, ambos se sentaron a la mesa a beber juntos y callados. Al rato, dijo entre lágrimas el viudo:

—Lo siento, hija.

—Yo no lo siento, papá —respondió la niña.

—¡Ojalá pudiese ocupar tu lugar!

—Ojalá no hubiese lugar que ocupar, padre —respondió la niña mientras recogía los vasos y la botella de tequila.

Al alba, la luz del sol irrumpió con fuerza por la ventana del dormitorio de las cinco hermanas, donde solo yacía Leticia. Se levantó y acudió a ver su padre, que ni tenía pulso ni respiraba. El silencio se rompió con un susurro: «Ya está todo hecho. Por fin sola».