Antes de partir

Roberto Vega

—Sabía que te encontraría aquí.

Te giras. Sophie (la cuidadora que te atiende por las tardes desde hace unos meses) te sonríe al entrar en la galería. Su expresión es limpia: te parece hermosa.

 —Ven, siéntate a mi lado —sugieres componiendo tu mejor sonrisa, aunque sabes que no estará mucho rato (tiene que atender a otros internos en la residencia donde vives). Te acomodas en la silla de ruedas mientras ella se sienta a tu lado, y ambas fijáis la mirada en la porción de océano que se extiende más allá de los magníficos ejemplares de aliso que cubren el jardín. Te agrada su compañía—. Gracias, ha sido una velada maravillosa.

—¡No se cumplen cien años todos los días! El sonido de vuestras risas se mezcla con la brisa salada que llega desde la costa. En la lejanía, el graznido de las gaviotas se apaga con el eco que producen las olas al golpear el acantilado—. ¿Por qué te gusta tanto este lugar?

Tu semblante se torna serio. ¿Por qué no contarlo a estas alturas? Y las palabras comienzan a salir cálidas (sin apenas esfuerzo) de tu boca.

—Me recuerda a una persona que conocí hace mucho tiempo.

—¿Uno de tus maridos?

Su inocencia te hace esbozar una fina sonrisa al rememorar brevemente a los tres hombres con quienes contrajiste matrimonio. Todos ellos eran guapos, ricos, y actores famosos, como tú. Los tres eran divertidos, tenían pánico a formar una familia y te fueron infieles, cada uno a su manera. Pero ninguno llegaría a ser el hombre de tu vida; hace tiempo que comprendiste que ese lugar no puede ser ocupado por nadie: demasiado tarde.

—No. Fue alguien a quien conocí hace mucho tiempo, cuando yo solo era una muchacha. —Aspiras hondo al ser consciente de tus palabras—. Alguien que me dejó y, al hacerlo, sin pretenderlo, se llevó lo que todos necesitamos para amar de verdad.

Sophie escucha atenta mientras la superficie perlada que llega hasta la línea del horizonte comienza a teñirse de ámbar. Tu memoria se ha detenido en una tarde de mayo de mil novecientos cuarenta y cuatro. La temperatura era agradable, y tus pies desnudos jugueteaban con la arena templada. Él había ido a darse un baño. Tú todavía podías sentir su cuerpo bajo el tuyo mientras hacíais el amor (media hora antes). Lo viste salir del agua: la piel morena, los ojos claros, su sonrisa contagiosa. Se acercó travieso y empapó tu espalda con el agua que escurría por su cabello. El tacto de sus manos te hizo estremecer, pero un presagio cruzó, oscuro, tu pensamiento.

—No vayas. —Tu tono de súplica apagó su sonrisa—. No te vayas, quédate aquí conmigo. O huyamos los dos, adonde sea; nadie nos encontrará.

—No hay nada que desee más que eso. —El mundo parecía haberse reducido a vosotros dos al tiempo que el sol salpicaba de ocre las nubes del atardecer y una bandada de cormoranes cruzaba la playa desierta.

—Pues no te vayas, ¿qué se te ha perdido a ti en Normandía? Ni siquiera sé dónde está ese lugar.

—Debo ir, debemos liberar a Europa de…

—¿Qué me importa a mí Europa? —Por un instante, pudiste ver su lucha: su duda. A ti solo te importaba él: el abrazo de su cuerpo cada noche, el tacto de sus caricias al despertarte—. Sé que, si te vas, no volveré a verte —sentenciaste.

Finalmente, nada hizo que cambiara de opinión. Esa noche, después de que vuestros cuerpos se unieron por última vez en una danza desesperada, él se quitó la cadena de oro que colgaba de su cuello y la colocó sobre el tuyo. Se fue a la mañana siguiente; nunca os volvisteis a ver. Meses después, viste su nombre en una lista de fallecidos en el frente.

Apenas sientes el tacto de Sophie mientras te da un abrazo y besa tu mejilla. Tú pareces ausente, y la joven se disculpa para atender a otros ancianos. Cuando sale de la galería, tu brazo se desploma, y una fina cadena de oro discurre entre tus dedos inertes. En el horizonte, la pálida claridad del ocaso se ha rendido definitivamente a la oscuridad.