Triste canción de amor

Manuel Alonso

Amanecí otra vez entre tus brazos, amarrado a tu piel, a tus ojos de niña, con tu inconfundible aroma a perfume de gardenia, pidiéndole al reloj que no marque sus horas para no morir de amor.

Pero la vida tiene que continuar. Ya está el pajarillo de verdes alas, con su acostumbrado canto, que es una invitación para despegarse de las sábanas y para, como todos días, recorrer las calles sin parar de arriba a abajo, buscando la clientela como ruletero de Peralvillo.

Cada mañana que me subo a mi taxi, sé que tendré que abandonar este barrio que cada día se deteriora más y donde parece que la vida no vale nada. Ya no se puede ni voltear a ver el auto de al lado, pues solo te cruzas con miradas que matan, y no es metáfora.

Más, para mí, era un día especial. Tenía un cliente que me había contratado por el día completo y significaba un buen ingreso con menos esfuerzo. No sabía con claridad a qué se dedicaba. Pero, cuando lo recogía, notaba cómo la gente lo saludaba con respeto y con una sonrisa que enmarcaba un “Buenos días, Don Pedro”.

Era un hombre que llamaba la atención por ese tumba’o que tienen los guapos al caminar, un sombrero de ala ancha de medio la’o  y lentes oscuros pa’ que no sepan qué está mirando.

―Buenos días, Don Pedro.

―¿Cómo andas, mi buen Ruletas? Hoy vamos a tener un día largo, así que vamos derechito a Downtown.

Así llamaba al centro histórico de la capital. Según decía, cuando estás solo y la vida es solitaria, ir al centro, con todo su bullicio y apremio, ayuda a aligerar tus preocupaciones.

Me gustaba tener este tipo de pasajeros, de cierta importancia, con sus ideas y conceptos propios, porque este es un trabajo donde nadie sabe de mí y yo soy parte de todos; atender a Don Pedro me daba otro estatus.

Indistintamente, cuando la travesía concluía, Don Pedro culminaba en un bar para relajarse. Siempre me invitaba a pasar con él, aunque no siempre a compartir su mesa, especialmente cuando terminaría con una mariposa de mil flores.

Y esta era una de esas ocasiones. Así que me dieron una mesa en el rincón de la cantina y me sirvieron un tequila antes de que dijera cualquier cosa. No tenía un ángulo que me permitiera ver el rostro de la damita, menos aún cuando surgieron los besos, que carecían de toda frivolidad, así que decidí ocuparme de mi trago.

Después de una hora, decidí estirar las piernas. Tomé mi caballito de tequila y deambulé alrededor de las mesas hasta llegar al sanitario. ¡Oh, sorpresa! Me cruzo de frente con ella: era mi mujer. De mi mano, sin fuerza, cayó mi copa sin darme cuenta. Ella quiso detenerme cuando vio mi tristeza. Pero ya estaba escrito que aquella noche perdería su amor. 

Desde luego que ya no trabajo con Don Pedro, pero sí regreso a ese bar, como una penitencia. Y ahora, estoy aquí queriéndote, ahogándome, oyendo una canción que yo pedí, dirigiendo mi pensamiento rumbo a ti. Sé que tu recuerdo es mi desgracia, y vengo aquí nomas a recordar qué amargas son las cosas que nos pasan cuando una mujer te paga mal.