Se vende musa
Rosa Fernández
El aroma a eucalipto se expande por la habitación. La música ameniza el encuentro, el acompañamiento perfecto para la voz suave que ayuda a las futuras madres a relajarse y consolidar el vínculo con la vida que crece en su interior. “Inspirar, expirar. Sientan cómo el aire entra en vuestro cuerpo, circula por la tráquea y llega hasta el pecho que se expande, para luego volverse a contraer. Relajaos y disfrutad del regalo que se os ha otorgado”.
Melodie sigue al dedillo cada dictado de la monitora. Acaricia con suavidad su estómago orondo; nota las patadas que su revoltoso bichito le da de vez en cuando. Cada vez que eso sucede, su sonrisa se hace aún más grande. La dicha la embarga; el ser madre es lo más importante que le ha pasado en la vida. Un día tuvo una visión de ella misma, en completa armonía, con un bebé en brazos. Estos fogonazos de inspiración o revelaciones del futuro son algo que le venía pasando desde niña; siempre se esmeró por llevarlas a cabo (con esta no iba a ser menos). Se dedicó en cuerpo y alma para que su última visión se cumpliera. Encontró al hombre adecuado, que no duró demasiado; las abandonó a ambas, pero le dejó a su bebé, lo único que importaba.
Cuando era niña, un tío suyo, que era artista, le explicó que las musas le susurraban al oído y lo ayudaban a despertar el ingenio y la imaginación. Gracias a ellas le llegaba la inspiración necesaria para desarrollar sus obras. Desde ese día lo tuvo claro: ya sabía de dónde procedían sus visiones y sus numerosas ideas. Sin lugar a dudas, vivía acompañada de una musa a tiempo completo, pero le había tocado la más descerebrada, sin lugar a dudas. Llamó Tsunami a la musa (no al bebé, claro está); para ella aún estaba buscando el nombre perfecto.
Que su musa estaba loca lo supo a raíz de un suceso, en principio sin importancia, pero que cambiaría la vida de Melodie por completo. Quería sorprender a su madre, y se dedicó una mañana entera a trabajar en el huerto, el orgullo de su progenitora. Cuál sería su sorpresa, y la del resto de la familia, cuando una gran explosión se llevó por delante el cuarto de aperos y dejó un boquete donde antes lucían hermosas las lechugas y los tomates. Quedaría por siempre la incógnita de cómo había sido posible que el abono y la gasolina se mezclaran para crear tal desastre. Melodie lo sabía y, por supuesto, Tsunami; fue ella quien le había susurrado los pasos a seguir. Dedicó un mes entero a escribir cartas a Dios para que le cambiaran de musa; no dio resultado.
Una patada de su bichito la devuelve al presente; una pena inconmensurable la arrasa de repente. Su mirada acuosa se cruza con la de la comadrona, que se acerca para auxiliarla.
—¿Te encuentras bien, cielo?
—Sí, supongo, pero me gustaría que Mario estuviera aquí con nosotras; es su obligación como padre; tal vez, si vosotros se lo pedís…
—Melodie, él no va a venir: está muerto, ¿recuerdas? Por eso estás aquí en el centro, para poder ayudarte.
Sus palabras arrasaron con el dique que había construido en su mente; un aluvión de horribles imágenes la inundó. La sangre era la protagonista; también estaban los gritos y los llantos pero, ante todo, la necesidad de acabar con su musa que quería hacerle daño a su bebé. Mario era un daño colateral; se había interpuesto entre ambas.
Las lágrimas caen sin ruido por sus mejillas, y su mente de nuevo entierra ese recuerdo bien adentro: es demasiado doloroso; no le deja respirar. “Inspirar, expirar”, se dice a sí misma para recobrar el control. Mira a su alrededor y piensa: “Han sido todos tan amables… tendría que hacer algo para compensar las atenciones recibidas”. Tal vez mejorar un poquito la decoración… allí era todo tan impersonal… Le daría vueltas al asunto; algo se le ocurriría: ya le vendría la inspiración. Tsunami, al otro lado de la habitación del psiquiátrico, sonreía, totalmente de acuerdo con su protectora. Ya se encargaría ella de introducir un buen fuego en la ecuación.