Ana Isabel Pozo

Ana Isabel Pozo

Suena el despertador a las cinco. María, mi mujer, es de madrugar, y yo la admiro. A mí me gustaba quedarme en la cama hasta tarde, pero ahora tengo muchas ganas de levantarme. Es cuando más consciente soy de mi inmovilidad.  El único movimiento con el que me comunico es el  de mis ojos.

Así empieza mi mañana y solo entonces soy consciente de que un nuevo día, con sus veinticuatro horas, está comenzando. 

Cuando mi mujer viene a verme, llama a la puerta, como pidiendo permiso. Siempre se lo he dado. Hace tiempo que dormimos separados, y creo que es por que no soportaba el sonido de mi respirador. Yo le sonrío siempre; quiero que me sienta cerca, aunque no puedo tocarla.

Cuando los niños terminan el desayuno, llega Paquita. “Qué enfermera más basta”,  me dije cuando la vi. Eso sí: siempre viene muy elegante y oliendo a lavanda. ¡Hay que ver cómo se intensifican los sentidos cuando el cuerpo no funciona!

—Buenos días, Don Ernesto, ¿cómo hemos pasado la noche?- 

Siempre tengo la duda de si espera que le conteste.

Con una agilidad asombrosa, me gira y me deja como Dios me trajo al mundo. Me pasa a una silla de ruedas y me coloca debajo de la ducha de agua caliente. Sé que es caliente por el vaho, pero no noto nada.

Cuando María vuelve de dejar a los peques en el cole, se toma el segundo café de muchos sucesivos. Creo que está cansada.

Después comemos juntos. Me cuenta muchas cosas; me coge la mano y me da mucha paz. Como no soy muy elocuente, intento que mi mirada penetre en su mente. Quisiera gritar que la amo y que se me va la vida en ello.

A no sé qué hora, mis hijos aparecen por la puerta junto con una mamá del cole que los trae y  que me mira con lástima desde el resquicio de la puerta. No lo soporto. 

La tarde la pasamos en mi habitación. Los niños hacen los deberes, y María lee un libro en voz alta. Sé que lo hace por mí, y me encanta

Greta y Diego, mis hijos, han aprendido a sobrellevar esta situación, aunque sé que les ha costado, sobre todo por lo que escuchaban de la gente, que a veces puede ser de lo más cruel sin nisiquiera proponérselo. 

Todos sabemos que mañana será el día. ¡Cuánto amor me demostraron cuando entendieron mis deseos! Aunque eso signifique vivir de los recuerdos.

Les he oído hablar en voz baja muchas veces lo complicado de nuestra situación, de dónde estábamos y dónde estamos, y siempre concluyen de manera contundente con María: “Él no querría verse así”.

Aunque su boca habla, su corazón busca en mi mirada una respuesta, a pesar de que hace tiempo que ya se la he dado. En esos momentos siento que ella sufre la misma agonía que yo, la que te asfixia y te paraliza, ese terror a ver sufrir más que sentir sufrimiento. 

Llegó la noche, o lo que yo llamé en mi mente la última cena, aunque fue un preparado que me introducían por la sonda gástrica. Mi familia no probó bocado. María derramó lágrimas que pude oír al chocar con la mesa de cristal, y mis hijos sacaron fuerzas para consolar a su madre. Al fin y al cabo, era lo único que les iba a quedar. 

La noche llegó, y María intentaba dormir en el sofá al lado de mi cama. Yo tampoco pude cerrar los ojos: ya tendré tiempo para eso. Como estábamos desvelados, pusimos la radio. 

La música nos llevó a todos los sitios que habíamos pasado en familia y pude ver los recuerdos en los que me iba a convertir una vez que dejara a mi familia. Sentí conexión, como si conversáramos y me entendiera, cuando ella me miró y me dedicó la sonrisa más bella que le había visto jamás y cerramos juntos los ojos con las manos entrelazadas. 

No fue hasta ese momento cuando realmente sentí paz y calma y, en medio de esa sensación maravillosa, sonó la alarma de las cinco de la mañana. Había llegado el día de abandonar este mundo.