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Piratas en las aguas del sur

Silvina Brizuela

Recostada sobre un sillón de terciopelo rojo, Mariú se acaricia en busca de placer. Los dedos se enredan con las vellosidades de su pubis, buscando la satisfacción plena, mientras reclina la cabeza hacia atrás y gime con intensidad. 

“La abstinencia ha sido demasiado larga”, piensa mientras acomoda su larga cabellera y empieza a incorporarse. 

De pronto escucha: “¡Barco a la vista!”. 

Mariú termina de vestirse y sale a cubierta con paso presuroso. 

—¡Reporte, Amanda! —grita Mariú mientras acomoda su sombrero negro y desgastado.

—Barco de bandera española a babor, mi capitana; no es pesquero ni de la armada. Porte mediano, posiblemente para traslado de personas.

—¡Bien! Tripulación, todas a sus puestos, vamos a atacar.

La maestre repite: “Todas a sus puestos, ya escucharon, vamos apúrense”. Mariú sube las escalerillas hacia la popa y da instrucciones a su timonel para modificar el rumbo y detenerse. 

Han pasado meses desde su último atraco, y los víveres empiezan a escasear. Además, hace dos semanas que descartaron al último hombre a bordo y el nerviosismo de la tripulación empieza a notarse. La preocupación es general. No es para menos: sesenta y siete mujeres con hambre, sedientas y necesitadas de sexo no son fáciles de manejar.

Ahora la oportunidad está a la vista, a unas pocas leguas de distancia. Las marineras ya están vestidas con ropa de hombre y con las armas cargadas. Alexa, Rosaura y Estela, atadas desnudas a los palos de las velas, esperan la ocasión. 

Por las venas de Mariú corre sangre pirata; su mente y su corazón rebasan de adrenalina ante la aventura. Carece de temor. La tripulación sigue a su líder fielmente; le deben la vida. La mayoría de ellas fueron rescatadas por la misma capitana de barcos traficantes de esclavos provenientes de África o del Caribe. 

Al mando del barco español se encuentra el Capitán Benjamín de la Barza quien, alertado por su vigía, dirige su catalejo hacia el barco que tienen enfrente. Las aguas del Océano Atlántico golpean el casco con fuerza, y el cielo comienza a nublarse. Las ciento veinte personas que transporta el barco hacia el Río de la Plata se encuentran ansiosas por llegar, después de casi tres meses de navegación. Falta poco; el capitán lo sabe y trata de transmitir tranquilidad a su tripulación y a los pasajeros.

Benjamín ajusta el catalejo para ver mejor y descubre las tres mujeres atadas a los postes de las velas. El contramaestre observa la misma imagen y comenta: 

—Puede ser una trampa, Capitán.

—O no, y necesitan nuestra ayuda. Vamos a acercarnos.

El timonel sigue las instrucciones y arrima el barco al de las mujeres. El contramaestre, acompañado por varios oficiales, salta hacia la cubierta y pregunta:

—¿Qué ha pasado? 

—Ayúdennos, por favor, unos corsarios nos han dejado a la deriva, atadas a estos postes desde hace días. Morimos de sed, de hambre, ¡ayúdennos!

Los marineros las liberan, y las mujeres caen a sus pies agradeciendo con ímpetu. 

El capitán, que ha estado observando la escena, decide cruzar, y él mismo, registrar el barco. Pero, al momento que abre la puerta del camarote principal, Mariú da la orden: “Ataquen”, y el resto de las mujeres sale a los gritos a batallar con espadas y pistolas. La batahola dura varios minutos y los hombres quedan subyugados, amordazados, atados de pies y manos mientras Mariú y su miniejército aseguran el botín de alimentos en sus depósitos. 

—Oye, tú ¿sabes timonear? —pregunta la capitana al marinero más joven del barco español.

—Sí, señora, puedo. 

—Pues bien, vete, dirige el barco a puerto seguro. 

El marinero se apresura a tomar el timón de la embarcación y retoma la ruta hacia las costas de las tierras del sur.

La capitana camina lento alrededor de los prisioneros, espada en mano; va buscando el más fuerte y atractivo: el capitán. Sus compañeras lo levantan de hombros y lo sostienen frente a Mariú. Ella lo observa, mientras su mano tantea al hombre por debajo de la camisa y del pantalón. Sonríe complacida. 

—Este es mío —dice, mientras dirige al prisionero hacia su camarote—. Bon Apetit, amigas, a celebrar la victoria.

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