Maldito pollo
María Oñoro
Hoy cumplo dieciocho años, ¡qué bien!
Me llamo Andrea Janeiro Esteban y tengo «la mala suerte» de ser hija de famosos. Quizá, por este motivo odio la fama y procuro alejarme de ella todo cuanto puedo. Hasta ahora, por el mero hecho de ser menor de edad, la ley ha protegido mi intimidad; a partir de hoy, estaré a merced de los mal llamados profesionales de la prensa rosa.
—¡Andreíta!
Desde pequeña, he convivido con paparazzis hambrientos de exclusivas: al salir de casa, al entrar en casa, cuando nos íbamos de vacaciones, en el aeropuerto o en mi comunión. También reconozco que mi familia da para mucho, y alimenta con generosidad a este gremio. Si no recuerdo mal, no hay un acontecimiento en mi vida o en la de mi madre que no haya ido acompañado de fotógrafos, de redactores con micrófonos en mano y de cámaras con logos de diferentes cadenas.
La historia de amor de mis padres fue sonada y admirada por igual: un torero de moda y deseado por todas las mujeres de España pide matrimonio a una chica de barrio, de familia humilde. El cuento romántico por excelencia, que se fue al traste al poco de haber nacido yo.
A pesar de que no haga tanto, la prensa era mucho más invasiva y menos respetuosa en esos tiempos. Al salir de casa, cuando era pequeña, recuerdo estar siempre amedrentada porque, al abrir la puerta de la calle, una marabunta de personas que no conocía, armadas con extraños palos de colores (que nunca me dejaban coger), atosigaban a pleno grito a mis padres, con preguntas indiscretas sobre cómo estaban o con quién habían pasado la noche anterior. No entendía por qué estaban perennes aquí, día y noche, si mi madre no hablaba, a no ser, claro, que le ofrecieran una módica cantidad de dinero. Entonces sí se paraba a hablar con ellos.
—¡A comer!
Pronto descubrí que, sin haberlo buscado, en el colegio era muy popular por un lado, y muy odiada por otro. Muchas niñas querían ser mis amigas, por ser hija de la Princesa del Pueblo, como apodaron a mi madre después del divorcio. Era lógico: ella contaba su separación y exponía en diversos medios todos los trapos sucios del matrimonio, sin pensar en cómo podría afectarme todo aquello. Cuando la cosa decaía, sacaba otros secretos de familia, y vuelta a empezar; el país entero conocía a mi madre por sus miserias y a mí, por ser su hija. Y yo tenía que aguantar las crueles burlas de muchos compañeros de clase, cuando ponían vídeos de mi madre gritando o insultando a los insistentes periodistas: mi madre nunca se ha destacado por su diplomacia y discreción; ella revuelve los avisperos.
—¡¿Me estás oyendo, Andrea?!
Mi padre, aunque también es de sobra conocido por la prensa rosa, ha procurado mantenerse en segundo plano; tras su retirada de los ruedos, ahora se dedica a hacer bolos y defenderse de acusaciones varias de su ex. Pero mi madre… con eso de que, después de su fracasado matrimonio, ha tenido varios novios que le salieron rana (por decirlo de forma suave), ha coqueteado con sustancias espirituosas, sufre una enfermedad y, con lo que le gusta salir en la televisión —aunque sea para que hablen mal de ella—, ha provocado que el interés por nosotras no decaiga. Ella se encarga de eso.
Por todo esto, y como ya soy mayor de edad, he decidido independizarme: estudiaré y viviré en el extranjero (cuanto más lejos de ella, mejor), a ver si esos buitres se olvidan de mí.
Mi padre me apoya, aunque todavía no he hablado con mi madre del tema. Sabiendo cómo es, no creo que la entusiasme mi decisión, pero me lo debe: desde que tengo uso de razón, aguanto su infantil actitud ante la vida y su falta de empatía hacia la angustia diaria, que supone, para mí, tener que soportar esta presión. Almaceno complejos y momentos de infelicidad, que cualquier otro niño, con una familia normal y anónima, no hubiera sufrido; estoy cansada de…
—¡Andreíta, ven ya, coño! ¡El pollo se te enfría!
Y, encima, ¡sabe que nunca me ha gustado el pollo!