Los descendientes

Roberto Vega

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Aquella tarde el sol todavía estaba alto. A lo lejos, enjuta, algo encorvada, la figura del maestro ascendía la colina mientras yo observaba las yemas de los sarmientos: recuerdo concluir que ya estaban listos para la poda. Me incorporé y respiré sereno durante unos minutos; sabía que aquella conversación marcaría mi vida, y sentía que no estaba preparado.

—Arsenio —me saludó.

—Don Antonio. 

El hombre trató de recuperar el resuello al tiempo que se quitaba el sombrero y secaba el sudor de su frente con un pañuelo.

—Parece que será un buen año —concluyó después de dar un vistazo a las parras que se extendían a sus pies.

—Sí, eso parece. ¿Tiene una respuesta?

—Tú siempre tan directo, muchacho. Sí, tengo una respuesta: todos valen para estudiar.

—¿Todos?

—Sí, Arsenio, podrías darle estudios a cualquiera de los cinco; debes decidir. —Don Antonio guardó unos segundos de silencio—: Juan es el más espabilado.

—Si todos valen para estudiar, quiero que todos puedan hacerlo.

Una extraña pausa se instaló entre nosotros.

—Eso no puede ser, Arsenio. —El maestro negaba con la cabeza—. Te has hecho cargo de los cinco, tienes veintiséis años, alguien te tiene que ayudar con el trabajo, y estás soltero: probablemente ninguna mujer querrá casarse con alguien en tu situación.

Dolía escuchar la verdad, y no pude evitar acordarme de Mercedes y de nuestro último baile antes de que la tragedia se cerniera sobre todos nosotros.

—Son los hijos de mis dos únicas hermanas. Ellos no eligieron que esta maldita gripe se llevara a sus padres, —me costaba hablar—: solo me tienen a mí.

—Sí, y tú los estás criando como un padre, pero, ¿dar estudios a todos? Juan y su primo Daniel podrían quedarse contigo, después, entre los tres ayudaríais a sus hermanos, y, cuando tú ya no pudieras trabajar, ellos heredarían estas tierras.

—¡No!, —noté el peso de las palabras que estaba a punto de pronunciar—: le daré la misma oportunidad a todos, —traté de contenerme, no quería ser descortés con aquel hombre, sabía que él solo pensaba en ayudarme—, en su mano estará aprovecharla.

Don Antonio tenía la mirada fija en una de las vides mientras le arrojaba piedrecitas con la punta acartonada de su zapato, hizo una mueca de impotencia y se ajustó el sombrero.

—Bien, es tu decisión. ¿Sabes?, me recuerdas a tu padre. En una ocasión tuve una conversación muy similar con él: le dije que valías para estudiar, que eras bueno, él se negó, quería que trabajaras estas parcelas, que aprendieras el oficio; no hubo forma de hacerlo cambiar de opinión.

—Lo sé.

Esa noche cenamos los seis en silencio: necesitaba encontrar las palabras adecuadas; no las hallé.

—Juan, el próximo año continuarás tu formación en la ciudad. Hablaremos con Don Antonio, él nos asesorará. En tus períodos vacacionales trabajarás las viñas conmigo, y cuando termines tus estudios me ayudarás con los de tu hermana y los de tus primos. Así será con todos: primero los mayores, después los más pequeños. 

—Pero, tío, ¿cómo lo vas a hacer? Yo puedo trabajar la tierra contigo, entre los dos podríamos costear al resto.

—¡No! —Mi tono era severo—. Tu obedecerás lo que yo te ordene.

Juan no se arredró, aunque sabía que estaba nervioso, su mirada era firme, y yo fui incapaz de aguantarla: «Es difícil combatir la nobleza cuando tiene una causa justa»; pero me jugaba mucho, intuía que de aquella conversación dependían todos mis planes: sabía que, si doblegaba a Juan, su hermana y sus primos le seguirían.

»¿¡Entendido!? 

—Sí, tío —respondió humilde.

Han pasado más de cincuenta años desde entonces. Tuve que vender la mayoría de las tierras; fue una decisión difícil, pero, en cierto modo, sentía que, al igual que aquellos niños, no me pertenecían.

Mercedes entra en la habitación, se acerca y me coloca bien la corbata.

—¿Estás preparado? 

—Creo que sí.

Mercedes ríe cariñosa.

—He visto a Eduardo, qué orgullosa me siento: su concierto de violín será retrasmitido por televisión; su padre está muy nervioso.

—Juan siempre está muy nervioso. —Yo también sonrío y, por un instante, pienso que no lo hemos hecho tan mal—. ¿Mercedes?

—Sí, Arsenio.

—Gracias.