La sinrazón

Hipólito Barrero

Saldremos en cuanto se haga de noche. Estamos en el patio interior de la biblioteca preparados para subir al camión. Somos seis familias, personas mayores, algunos niños y una joven embarazada. Nos acompaña un guía. Vamos mi esposa y yo con nuestro nieto de cinco años. Todos bien abrigados con gorros y con bufandas, por lo que apenas se distinguen las caras. Pero se entrevén ojos de tristeza, de temor y de humildad. Llevamos pocas cosas: lo que nos ha cabido en una bolsa de deporte porque, seguramente, volveremos pronto. Nos aconsejaron no ir muy cargados porque los dos últimos kilómetros los tendremos que hacer a pie por un camino. 

 

Las cosas se van complicando cada vez más. Hace tres meses que se inició un conflicto armado en mi país. Nadie cede. Teníamos la esperanza de que la cercanía de la Navidad intensificaría las negociaciones entre contrincantes y firmarían la paz de una vez por todas. Pero ¡qué va!, cada día aumentan los bombardeos a edificios estratégicos, afectando también a civiles. En estos últimos días, además, ha habido tiroteos en las calles.

 

Una ONG nos ha preparado este viaje como refugiados para pasar la frontera y acogernos en el país vecino. Mi hija es médica en el hospital, y mi yerno es policía. Antes de ayer, bombardearon un ala del hospital. Nos han confiado el cuidado de su hijo, nuestro nieto, para que se salve de tanta destrucción.

 

Subimos al camión, que va cubierto con un toldo. Hay asientos a los lados. Vamos todos muy juntos, pero no nos importa. Estamos solamente a una hora de la frontera. Está todo oscuro y hablamos en voz baja. Los niños preguntan a dónde vamos, si falta mucho para llegar y cuándo vendrán sus papás. Un chiquitín está llorando.

 

Es terrible que unos líderes arrastren a la población a la destrucción y a la muerte. Es una sinrazón. Es horrible cuando los hombres mueren por desastres de la naturaleza: terremotos, huracanes, volcanes, inundaciones… pero que mueran hombres a manos de otros hombres… ¿Quiénes se han creído?

 

Nunca antes imaginé que nos pudiera pasar algo así a nosotros. Siempre lo habíamos visto en países lejanos, pero nosotros somos una nación desarrollada y civilizada. 

 

Durante el viaje, a veces oímos disparos a lo lejos. Ya falta poco para llegar. Se oye el ruido de un camión que viene en dirección contraria a la nuestra. Son enemigos. Cuando llegan a nuestra altura, disparan sus metralletas contra nosotros durante unos largos segundos. Gritamos y nos tiramos al suelo. Me han herido en el brazo. El camión enemigo se aleja. Nosotros paramos, y veo horrorizado que mi mujer y mi nieto han sido alcanzados de lleno por las balas, ¡ESTÁN MUERTOS!, ¡Dios mío! Sangre por todos los lados. Veo dos o tres personas que se mueven un poco; el resto de los viajeros, todos muertos. «¡Vamos, vamos, sálvese el que pueda —grita alguien—, huyamos!».

 

Se oyen más disparos cerca y otros camiones. Los pocos supervivientes de nuestro convoy bajamos deprisa y nos internamos en el bosque en varias direcciones.

 

Me escondo entre unos matorrales. Hoy es Navidad. Estoy solo y tengo frío.