Silvina Brizuela
El silencio de Erna
Erna se había quedado sin voz cuando los asaltantes intentaron ahorcarla usando una media larga y gruesa. Sin piedad y con fuerza ajustaron la media a su cuello hasta que se desmayó y la creyeron muerta. Horas más tarde, cuando su hija entró a la casa revuelta, la encontró sentada, apoyada contra la pared de la cocina, con la cara color ciruela y aún con la media fuertemente anudada al cuello. “¡Soy dura!” decía ella, o, mejor dicho, musitaba, porque hablar, hablar como una persona normal, eso no pudo lograrlo más en los veinte años siguientes al evento del robo. Para poder escucharla había que acercar el oído muy cerquita de su boca, concentrarse y prestar mucha atención.
Y claro que había sido dura Erna, resistente, o como se dice ahora, resiliente. Había sobrevivido a dos guerras mundiales. A los cuatro años la habían abandonado en plena zona de ataque y sentada en una sillita baja de madera por varias horas, quieta y aterrada, hasta que unos vecinos entraron a socorrerla. Más tarde, se reconoció una huérfana con suerte. Fue institutriz, bibliotecaria y pianista autodidacta. De joven conoció a su hombre, Walter, con quien se casó en la total precariedad, pero inmensamente felices. Salieron de la iglesia en su única bicicleta llevando en un canasto una bolsa llena de pan de leche. Recién casados pasaron hambre, vivieron escondidos, comieron flores e insectos. Luego, el rescate y la huida a América, el engaño de caer en el desierto paraguayo y convivir con indígenas hostiles, tarántulas y serpientes venenosas. El cruce a Argentina de manera ilegal, a través de un río en el que el agua correntosa les llegaba a la cintura. Para ese entonces ya tenían dos hijos pequeños, a quienes llevaron alzados en los hombros los varios kilómetros de río.
Por eso, el hecho de no poder hablar resultaba una insignificante dificultad para Erna. Había aprendido a comunicarse con señas y gesticulaciones, o incluso escribiendo papelitos, cuando el chisme o la perorata lo ameritaba.
El mismísimo día en que Erna supo que iba a morir, los nietos la encontraron rezando en silencio, sentada en su mecedora de madera, tapada con una mantita rosada que ella misma había tejido al crochet. Ahí estuvo horas, en la penumbra de la sala, meciéndose suavemente, con los ojos cerrados, los anteojos caídos sobre la nariz, y los labios moviéndose rítmicamente, solemnes y ceremoniales. Sobre su cabeza coronada por graciosos y diminutos rulos, algunos finos rayos de sol bailaban la danza de las sombras, y el perfume de los jazmines que descansaban en un florero a su lado, completaban aquella imagen de paz.
Cuando su hija Ely llegó, los nietos le hicieron señas para que permaneciera callada y no hiciera ningún ruido. Lo mismo le indicaron a Alfonso, el otro hijo de Erna, y a sus hijos, o sea los nietos y también a los bisnietos, que fueron llegando de a uno y se sentaban en el suelo a contemplar aquella imagen angelical.
La tarde transcurrió en quieta armonía. Los bisnietos más pequeños se quedaron dormidos en las faldas de sus madres. Los nietos empezaron a moverse con sigilo hacia la cocina en busca de comida mientras los más grandes fueron por quesos, panes, vinos y copas. Erna seguía meciéndose y moviendo sus labios, mientras la familia la contemplaba con calma silenciosa y extraordinaria.
Había empezado a oscurecer cuando de pronto la silla dejó de moverse. En las paredes se veían desfilar el gran buque holandés que la trajo a estas tierras del sur, el río Nieper, el piano del internado, que había tocado tantas veces de oído, los valses que bailaba con Walter en sus épocas mozas, las risas de sus hijos, los estruendos de las bombas que caían a su lado cuando pequeña, las gallinas y la vaca que cuidaba para alimentar a la familia en Buenos Aires y la bicicleta rebosante de pan de leche.
Ely se acercó despacito y apoyó su oído derecho sobre la boca de Erna, justo a tiempo para escuchar un susurrado “amén”.