El atajo

Vanessa López

Blanca salía todos los sábados cargando una bolsa enorme. Llevaba en esta los alimentos que quedaban de la semana, esos que estaban a punto de dañarse, pero aún eran comestibles. La señora de la casa se los regalaba y con eso se ayudaba mucho, porque eran bastantes y complementaban el escaso mercado que alcanzaba a comprar con su sueldo. Aunque le tocaba encartarse un poco, valía la pena llegar con algo de comer a casa. 

Terminaba sus labores casi de noche en una finca donde trabajaba como interna seis días a la semana y descansaba los domingos. Para salir a la carretera por donde pasaba el bus, debía caminar al menos veinte minutos bajando por una pendiente que le acortaba el camino, ya que la entrada principal era para vehículos y no llegaba al lugar donde pasaba el bus que la llevaba hasta su vereda. El pasto era alto, y transitar por allí se le hacía difícil. Tampoco tenía calzado adecuado para ello y, para salir a la ruta, debía pasar por debajo de la cerca de alambre que limitaba la propiedad. Esto la obligaba a pasar por encima primero la bolsa y luego, con mucho cuidado, se acostaba en el piso para pasar por debajo del alambre de púas, lentamente para no herirse. Finalmente, se ponía de pie, sacudía sus ropas y se disponía a esperar el bus.

Un día, Blanca salió como todos los sábados, cargada con su bolsa. Bajó la pendiente más afanada de lo normal, porque ese día cumplía años Fermín, el mayor de sus cuatro hijos. Estaba emocionada pues la señora, además de los alimentos que habitualmente le regalaba, le había empacado un suéter azul casi nuevo que su hijo no había querido usar por considerarlo “muy pasado de moda”. A Fermín le iba a encantar porque, además, le había bordado su nombre esa tarde para hacerlo más especial. 

Llegó al final de la pendiente y comenzó a pasar la cerca con su cuidadoso método, con tanta mala suerte que, al pasar la bolsa, se rompió con el alambre de púas. Las naranjas, los limones y los recipientes con algunas sobras salieron rodando por la calle y el suéter quedó colgado cual si fuera un trapo. Blanca, en medio del desespero y queriendo recuperarlo todo, en vez de pasar por debajo, levantó una pierna intentando pasar por encima, pero una vez la suerte jugó en su contra: una de las púas se enterró en la parte interna de su muslo derecho. El dolor que le produjo la obligó a volverse y, en el acto, la herida se hizo más grande con el movimiento. Cayó sobre el pasto gritando de dolor, sintiendo cómo la sangre le corría por la pierna. Miró al otro lado de la cerca y vio que uno de sus zapatos había caído al lado de los alimentos que se habían regado por la calle minutos antes.

Como no había otras personas en la calle para pedirles ayuda y sentía a lo lejos el ruido del bus que se acercaba, decidió hacer algo para alcanzar a abordarlo. No podía permitirse una falla más ese día: Fermín la esperaba, y lo mínimo que podía hacer era llegar a abrazarlo, así fuera con las manos vacías. 

Tratando de ignorar el dolor, se echó al suelo y se arrastró buscando pasar del lado de la carretera. Intentó rodar para tener tiempo de ponerse en pie, buscar su zapato y hacerle señas al conductor para que se detuviera. Pero, al coger impulso, rodó de más, y cayó sobre la vía segundos antes de que pasara por allí el bus, el cual no la vio y, por ende, no se detuvo. Bueno, al menos no antes de pasar por encima de ella.

Fermín se quedó esperando a mamá toda esa noche. Solo al día siguiente se enteró de que no volvería más. Enviaron a alguien del hospital del pueblo a darle la terrible noticia. Le contaron que la había atropellado un bus, pero nadie le supo explicar cómo habían sido las cosas, pues el conductor, traumatizado, repetía entre lágrimas que iba mirando al frente, pero no la había visto salir de ninguna parte. Le entregaron, además, un suéter azul que habían encontrado, con su nombre bordado.