A sangre fría

Estíbaliz Marimón

Empieza a faltarme el aire. Una canción infantil revienta chirriante, meníngea y desgarrada mi arrebolada cabeza mientras las piernas luchan, zancada a zancada, como si cada una pudiera ser la última. A fin de cuentas, podría serlo. Las canciones, sí. Y los cuentos, los dibujos animados, los peluches, los zoológicos… todos mentían. En nuestro desmedido ego creímos vencer en la batalla del pelo sobre la escama, la sangre caliente contra la fría, las pupilas circulares frente a las elípticas; la misma pupila afilada que siento despiadadamente fija en mi nuca.

Desde que era pequeña me han fascinado estas criaturas, tan dóciles y juguetonas como mi pequeña Triss. Aún recuerdo cómo nos perseguíamos por la finca de mis padres, buscando su cornuda testuz con cariño mis rodillas, brazos y espalda. Era la mejor amiga que tuve durante mi infancia. Por ella decidí dedicarme a la ingeniería biológica, y volcarme de lleno en mi gran ambición: imitar el mecanismo de visión nocturna de los grandes reptiles alados. Cuando defendí mi tesis sobre el anillo esclerótico del Ctenochasma elegans y su posible aplicación en los radares de giroscopio, todos los aplausos, el reconocimiento y la cuantiosa beca del Instituto Armamentístico de Lago Rojo se los dediqué a mi amada Triss.

Qué ingenua fui… Tantos años de investigación para no entender nada. ¡Nada! Cuando me decidí por esta reserva dejada de la mano de Dios, ¿en qué estaba pensando? Domesticados… Sí, claro. Como esta amiguita tan sumisa que me pisa los talones. Al menos es tan grande que semejante tamaño la hace torpe para los árboles de ramas bajas, entre los que intento colarme. Ella será rápida, pero yo astuta y hoy, por primera vez, temo por mi vida.

Es posible que no haya sido la persona más sensata del año, pero no siempre se tiene la oportunidad de observar huevos de Pteranodon tan de cerca, de contemplar todo su potencial antes incluso de que hayan nacido. Puede ser que Alisha mencionara algo sobre el parecido de los nidos entre algunas especies de saurópsidos, con mínimas diferencias solo detectables por un ojo experto. Especialmente, entre los voladores y los carnívoros terrestres. Y hay que reconocer que yo siempre he sido más de máquinas que de bichos. Y, además, cabezona. Muy cabezona. Así que puede ser que, a la futura madre del nonato que intenté llevarme a escondidas, no le haya sentado muy bien una incursión humana como esta, generalmente más fugaz e indiferente. Y aquí me hallo, corriendo como alma que lleva el diablo, implorando, a mi caja torácica al borde de la asfixia, que aguante un poco, solamente un poco más.

De pronto, un nauseabundo olor me llega desde el otro extremo de la arboleda. Si no estuviera a punto de colapsar, hasta sentiría arcadas, pero mi sentido de supervivencia no me permite ese lujo. Y, por ese ímpetu, tan típico de mí, resbalo con la larga rama sobre la que intentaba trepar y caigo de lleno en un pozo de brea. A pesar de su fino olfato, mi perseguidora no corre mejor suerte y también queda atrapada entre la pez.

Así nos quedamos durante un buen rato (ignoro cuánto). Mientras la feroz carnívora trata de despegarse con violentas sacudidas, esfuerzo que únicamente le sirve para hundirse más rápidamente, yo procuro quedarme lo más quieta posible mientas la negrura me cubre poco a poco. Cuando me alcanza el cuello, empiezo a temerme lo peor, pero entonces la oigo, clara y sonora, en mitad de la hojarasca: la bocina del jeep de Alisha. Tras varios esfuerzos, un par de cuerdas y otros tres compañeros, consigue sacarme y me cubre con una toalla para poner rumbo al campamento. La envergadura de la gigantesca reptil impide su rescate; apenas consigue ya mantener la cabeza a flote.

Al mirar atrás, no puedo evitar sentir alivio y agradecimiento por seguir viva, aunque mentiría si dijera que no me reconcome cierta pena, vergüenza, e incluso arrepentimiento. Hoy, otros depredadores se darán un banquete con los huevos que pretendía llevarme, libres de las fauces de su feroz madre, cuyo olor se irá disipando poco a poco. Cierro los ojos. Se hace la oscuridad. Aún puedo oler la brea.