Yo no soy tu muñeca

Pedro Muelas

El día que me terminaron de coser, el artesano dijo que era la más bonita de sus creaciones. Me mandaron en una caja con otras muñecas muy parecidas a mí, con las mismas ropas, con las mismas caras y manos de porcelana, pero ninguna era como yo. Me sentía llena de grandes esperanzas, sería la favorita de mis niñas en una lujosa mansión. Yo era la mejor y no esperaba otra cosa. Mi destino cambió cuando me sacaron de la caja y un descuido acabó con mi cara de porcelana resquebrajada contra el suelo. En mi interior lloré amargamente, ¿quién iba a querer una muñeca rota?

El tendero no me devolvería al taller y me arregló lo mejor que pudo. Estaba completa, pero las cicatrices eran visibles. A los pocos días un campesino entró con su hija, no pensaban comprar, solo querían ver las muñecas, pero el tendero les dijo que una estaba rebajada porque estaba rota. La niña de pelo negro y ropas humildes me abrazó con todas sus fuerzas y me sentí querida.

La última noche que pasamos en la granja la niña me habló como si fuera su amiga a la que le contaba sus secretos.

—Pepita, —me dijo la niña mientras me peinaba— mañana vamos a la ciudad a la casa de Doña Brígida. Dice que soy muy apañada y que ya es hora de que me gane el chusco y no viva a la sopa boba. Pablo dice que nos casaremos cuando vuelva al pueblo, es muy guapo, el más guapo de todos. Pepita, yo no quiero ir a la ciudad, ni casarme. Quiero ir a la escuela y ser maestra ¿Cómo voy a aprender si estoy todo el día fregando y cocinando? 

Montamos en un tren que echaba una enorme nube de vapor. La ciudad me asustó, jamás había visto tanta gente y tantos coches de caballos. El cuarto de la niña no tenía ventanas, habían puesto un camastro en la despensa y los ratones me mordían el vestido cuando me quedaba sola. Por las noches la niña me peinaba como hacía en la granja, me enseñaba sus manitas doloridas llenas de ampollas, cortes y quemados.

—Pepita, algún día dejaremos esta casa y regresaremos al pueblo. En el pueblo me casaré con Pablo y tendré muchos niños que me querrán y seré la señora de la casa y nunca nadie volverá a pegarme. Aquí las niñas de la casa son malas, rompen cosas y me echan la culpa. Creo que las odio. El señor de la casa es muy amable, dice que ya he crecido mucho y que me va a comprar ropa nueva porque ya casi soy una mujer.

Al día siguiente mientras que la niña hacía las tareas, las hijas de los señores entraron en la despensa.

—Aquí es donde duerme la piojosa ¿qué es esto? —dijo una de las niñas agarrándome del pelo— Es una muñeca piojosa como ella, mírala está sucia y con agujeros.

La otra niña tiró de mi vestido que empezó a romperse, pronto mi cuerpo siguió la misma suerte y acabé en dos mitades tirada en el suelo. La niña lloró desconsolada cuando me encontró por la noche. Intentó volver a coserme y el resultado no fue el esperado, pero estaba entera. La niña creció, poco a poco se olvidó de mí y dejó de peinarme. Hasta aquella noche en la que el señor la llamó cuando todos dormían.

—Pepita, me ha ensuciado, me ha ensuciado el corazón. Pablo, ¿dónde estás?¿Qué voy a hacer ahora?¿Qué puedo hacer ahora que me han ultrajado de esta manera? Mírame, ahora soy como tú, nadie querrá una muñeca rota. ¿Sabes qué? No necesitamos a papá, ni a mamá, ni a Doña  Brígida, ni a Pablo, nos iremos de esta casa. Voy a vivir sola. Como dice el pastor del pueblo «Cuando te rodean los lobos hay que echarle un par de cojones y no asustarse». Pepita, es hora de marcharnos.