Vuelo 9525
María Oñoro
—¡¡Andreas, por Dios, abre esta maldita puerta!!
La situación es extrema: el avión ha iniciado un repentino y abrupto descenso que ha hecho saltar las alarmas. El piloto, con voz histérica, golpea desesperado el cerco: se ha ausentado de su puesto dos minutos para ir al baño y lo ha sustituido su copiloto; de regreso, la puerta está sellada desde del interior. Resulta paradójico que el sistema de seguridad que han instalado en la cabina (para evitar que en un asalto terrorista se pueda tomar el control de la nave) impida acceder a su máximo responsable.
—Por mucho que insistas, no voy a abrirla. Todo acabará pronto, y mi nombre será recordado por todos, ¡está decidido!
Pero los pasajeros no lo pueden escuchar: los golpes y los gritos de pánico son ensordecedores; al comprender la gravedad del momento, tratan de acceder al habitáculo por todos los medios a su alcance. Pero es inútil: la nave desciende sin control.
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Hace poco he sabido que voy a ser padre, pero no he sentido nada. Desde que me diagnosticaron mi enfermedad (hace seis meses), he invertido todo mi tiempo en conocer la opinión de otros médicos (ya van más de cuarenta y cinco opiniones), y todos coinciden. ¡Maldita sea! Ninguno me dice lo que necesito escuchar, ¿y ahora qué? ¿¡Qué hago, si mi vida es volar!?
De niño soñaba con surcar los cielos en un Boeing 747; encaminé mi adolescencia hacia esa meta. Preparé a conciencia las pruebas físicas: soy un atleta; estudié duro para obtener las máximas calificaciones y, así, he logrado llegar hasta aquí. Los estudios (nada baratos) los compaginé mientras trabajaba en el aeropuerto: primero, como maletero; luego, como auxiliar de vuelo. Tras varios años, he conseguido experiencia en el sector y la tan ansiada licencia de vuelo. Y, después de todo este esfuerzo, ¿he de conformarme y renunciar a lo que más quiero, que es gobernar mi propia nave?
La fecha para renovar mi licencia expira en un día y tengo una grave enfermedad en mis ojos; desde hace medio año, además, arrastro una depresión que no he podido esconder y ha quedado reflejada en el informe médico que he de acompañar a la solicitud para actualizar mi permiso. El doctor me ha extendido la baja sin querer escuchar mis argumentos. “Estoy bien… de verdad… estaré bien si me deja volar. ¡Esto es todo lo que tengo! ¡No me lo pueden quitar!”, intento convencerlo sin éxito.
He salido desolado de la consulta y he deambulado por la ciudad camino al hotel. En el bolsillo de mi cazadora, el papel con la baja médica me quema los dedos. ¡No lo entregaré a la compañía! Sería mi sentencia de muerte como piloto y también sería mi final. Me falta la respiración solo de pensar que no podré volar nunca más: no sería nadie; con lágrimas de rabia en los ojos, rompo con saña ese maldito papel en mil pedazos.
Intentaré dormir; mañana me espera una jornada memorable.
Hoy estoy tranquilo: he tomado una decisión; con total serenidad me he duchado, me he afeitado y por fin me he vestido con el uniforme bien planchado. Aunque el hotel tiene ese servicio, he preferido hacerlo yo: solo yo sé cómo dejarlo perfecto.
Anoche, antes de dormir, he pensado en todo lo que me está ocurriendo. ¡No es justo! ¿Qué he hecho yo de malo?, ¿perseguir un sueño?, ¿es eso? No me merezco lo que me está sucediendo y, desde luego, si mi desgracia es por un capricho divino de un dios de pacotilla, se va a arrepentir, ¡que no le quepa duda! Sé lo que tengo que hacer y lo haré: pilotaré un gran avión, y todos conocerán la injusticia que han cometido conmigo.
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—¡¡Abre, Andreas!! ¡¡Aún tenemos tiempo!!
No hay vuelta atrás; cierro los ojos y escucho la voz que tengo en mi cabeza: “Haces lo correcto, no tengas miedo ¡será el vuelo más glorioso de la historia! Sí, el más inolvidable; todos sabrán quién es Andreas Lubitz: el mejor piloto de todos los tiempos; los testigos de tu hazaña serán los ciento cincuenta pasajeros que te acompañan y, espero, el resto del mundo…”.