Virginia

Leire Mogrobejo

Recupera el conocimiento poco a poco. Está desorientada. No se da cuenta del horror en el que se encuentra. Le cuesta abrir los ojos; quizás su inconsciente la está preservando de su situación; está oscuro. Intenta llevar su mano a su dolorida cabeza, pero no puede. La angustia se apodera de ella a medida que intenta palpar la caja desde el interior. Golpea con dificultad el habitáculo, pero está atada de pies y manos. Levanta la cabeza y se choca inevitablemente; un líquido viscoso surca su frente y se desliza a la interior de su oreja: está sangrando. Horrorizada, se da cuenta de que está encerrada.

 “¡Aaah! ¡Socorro! ¡Ayúdenme!”, grita en su cabeza, porque no salen las palabras de su boca: está amordazada.

Intenta escuchar si hay ruidos exteriores, pero su respiración jadeante se lo impide. Hiperventila, jadea, llora. Vuelve a perder el conocimiento…

                                                                     ***

—¿Cuánto tiempo lleva desaparecida? —cuestiona el inspector Ortega a su compañero Salcedo.

—Su hijo ha dicho que ayer cenaron juntos y que luego él se fue a dormir. Esta mañana no estaba, como de costumbre, desayunando en la cocina. Y, cuando subió a su cuarto para ver si se había quedado dormida, lo único que encontró fue una cama vacía.

—Puede ser que haya olvidado hacer algo y que… 

—¡Escucha, Ortega!, los datos son los siguientes: su coche sigue aquí aparcado, sus llaves están en la entrada y el teléfono en la mesilla de noche. Si se hubiera ido a comprar el pan, o de paseo, no solo estaría de vuelta, sino que alguna de esas tres cosas no estaría aquí.

Además, su hijo está muy inquieto, porque ha encontrado sus píldoras en el cuarto de baño.

 —¿Qué píldoras?

 —Tiene una forma grave de claustrofobia; y nunca, ni para sacar al perro de paseo, sale de casa sin sus pastillas.

                                                                      ***

      Procura respirar despacio como le había enseñado el psiquiatra (al que acudía para tratar sus fobias, a un pueblo cercano), en una sesión de sofrología; porque, cada vez que hiperventilaba en exceso, perdía el conocimiento. Es lo único bueno que aprendió en aquellos encuentros, que tuvo que cancelar a causa del comportamiento acosador del doctor.

 

Inspira, bloquea y expira; mientras a su vez, intenta comprender por qué está allí. Su pulso disminuye a medida que controla su respiración; se proyecta (a duras penas) en su mundo de seguridad: aquel que había construido a través de sus sesiones de terapia.

Pero, de repente, ve imágenes que le vienen a su cabeza: está en el cuarto de baño lavándose los dientes. Oye un ruido; Retro (el perro) se acerca nervioso; gruñe y ladra.

 —¡Shhhh! Calla, tontorrón, será el camión de la basura; vas a despertar a todo el 

vecindario —explica mientras se mete en la cama.

 Un nuevo ruido lo saca de sus sueños; esta vez proviene de la cocina. Retro gruñe de nuevo. 

 Lo siguiente que recuerda es el momento cuando sintió un golpe en su cabeza, y nada más.

Su respiración se acelera de nuevo; intenta controlarla… Gira su cabeza en busca de una luz. Nada. Siente a la altura de sus muslos dos roscas que mantienen un tornillo; los desenrosca a duras penas con su índice y con su pulgar. Introduce un dedo; lo mueve haciendo círculos. Siente aire; no está rodeada de tierra. Un nanosegundo de esperanza la invade. 

Oye pasos y murmullos. No sabe qué hacer. El pánico la asalta de nuevo. Se inmuta por prudencia. Las voces se acercan cada vez más… Se enciende una luz…

 —Este es el siguiente cuerpo. Su marido ha pedido que lo incineren. Al parecer, es la mujer del psiquiatra del pueblo.

—No lo sabía; es mi vecino, y siempre lo he visto solo. Nunca hemos hablado; además, no me gusta nada ese tipo: es muy raro. Tiene más cara de psicópata que de psicólogo. Mi parienta, que duerme poco, lo vio de madrugada metiendo una maleta enorme en el maletero…     

Golpea el habitáculo con todos sus miembros. Los tanatopractores se miran sorprendidos y, sin esperar un momento, abren el ataúd. 

 

                                                                    ***

—Ortega, ¿se sabe qué relación tenía con la pobre mujer?

—Fue su psicólogo hasta que ella lo denunció por acoso sexual. Planificó con detalle la 

venganza por haberle causado el retiro de su licencia.