Olga L. Cárdenas
Vanidad
Como de costumbre, Lenin acudía a visitar al tío Randall cuando tenía apuros financieros, aunque cada vez era más difícil contar con su ayuda. Se negaba a apoyarlo, y lo incitaba a hacer esfuerzos por trabajar. Pero, en esta ocasión, el sobrino llevaba un haz bajo la manga para congraciar al viejo. Estaba decidido a lograr su objetivo.
Al llegar a la residencia, le informaron que lo anunciarían. Se molestó mucho porque era de la familia pero, al escuchar el motivo, guardó compostura.
—El señor está en su privado.
Sabía que no le gustaba ser molestado mientras estaba con sus tesoros más preciados. Disfrutaba a plenitud de su colección de pinturas.
Ahora la atención era para su última adquisición: el rey del volcán.
—Es hermosa la pintura, tío.
—No sé qué me gusta más del dragón, si su cabeza de caballo o el cuerpo de serpiente —le dijo mientras lo miraba extasiado—. Pero lo que más me impacta son sus ojos de demonio.
—Debió de costarle una fortuna.
—Fortuna y media, sobrino. Conoces mis gustos.
El muchacho creyó prudente continuar elogiando la pintura, antes de hablarle sobre su asunto.
—Es llamativo su cuerpo rojo tornasol, aunque me hubiera gustado que fuera de muchos colores.
—Es perfecto. El ejemplar con las alas abiertas sobre la montaña luce espectacular. A propósito, ¿qué te trae por aquí querido sobrino?
—¿Sabe, tío? —dijo sin quitar la mirada del lienzo—. Van a hacer una exhibición de pinturas famosas, para recaudar fondos a beneficio del orfelinato Los Angelitos.
—Seguro, las obras que se exhiban serán de poco valor.
—Me enteré de que el señor del mundo participará.
—¿Te refieres a Vladimir?
—El mismo que viste y calza. Se rumorea que sus obras son las más valiosas.
—¡Estás loco! —exclamó Randall indignado.
Lenin no perdía detalle de su reacción. Sabía que el tío se creía un ser superior. Sus decisiones estaban por encima de los demás, a quienes veía como mediocres.
—¡Voy a demostrarle a ese pelele quién tiene el poder!
Lo estuvo pensando durante algunos días, porque no quería exponer parte de su colección millonaria. El imaginar lo impresionado que quedaría Vladimir y el interés que despertaría para adquirir su dragón lo convenció.
Se puso en contacto con los organizadores para acordar todo lo referente. Lenin se volvió indispensable. Verificó que las pinturas fueran bien resguardadas en el trayecto; se hizo cargo de la colocación de cada una de estas para la exhibición, y también de echarle leña al fuego.
—No lo va a creer, tío. En cuanto sus pinturas fueron colocadas, alguien muy importante visitó el salón.
—¿Te refieres a Vladimir?
—En persona.
—Mejor noticia no pudiste darme.
El día del evento, había mucha concurrencia. Durante la inauguración, Randall observó la silla vacía destinada para Lenin, molesto por su impuntualidad.
Llegó el momento de que los asistentes pasaran a ver la exposición. A pesar de que había contratado a un asistente para atender al público, quería estar cerca de sus obras para ver la impresión que causaban.
Al entrar al salón, vio a un grupo admirando sus pinturas. Eso aumentó su ego. Pensó que requerían de su presencia para contestar las preguntas acerca de su obra preferida, o tal vez hasta querrían comprarla, y se acercó.
Cuando se dio cuenta de lo que les llamaba la atención, entró en shock. No lo podía creer: el lienzo de su hermoso dragón había desaparecido. En su lugar, se encontraba el cuadro de un enano con su corona de rey, vestido con un atuendo rojo tornasol, en una pose soberbia.
Desesperado, Randall pidió a las autoridades que buscaran por todo el edificio a los culpables. Inmediatamente llamó a Lenin. Del otro lado de la línea, la voz del sobrino se escuchó nerviosa.
—Lo siento, tío, tuve un contratiempo: no me fue posible asistir a la exposición.
Su actitud le molestó. Lo consideraba el causante de su desgracia por haberlo convencido de participar. Quería tenerlo frente a él para abofetearlo. A punto de colgar, unas palabras llamaron su atención.
—Pasajeros con destino a Barcelona, se anuncia la salida del vuelo 4527. Favor de abordar por el andén A.
—¡¿Estás en el aeropuerto?!