Un vestido azul
Laura Gran
No puedes moverte. El cuerpo entumecido, la boca seca y la lengua pegada a tu paladar te lo impiden. Algo pequeño y oscuro está jugueteando con tu sandalia. Sientes cosquillas, y una sonrisa tonta aflora a tu rostro. Tus párpados no responden, pero se abren de repente cuando un fuerte escozor en tu tobillo te hace comprender que algo te está mordiendo. El susto al ver a aquel animal entretenido en tu blanca piel hace que tu pierna reaccione mandándolo de una fuerte patada a estrellarse contra una pared. Te incorporas, no sin esfuerzo, y compruebas que todo está en su sitio y, salvo el incidente con el roedor que acaba de salir despavorido, no hay heridas.
¿Qué me ha pasado y dónde diablos estoy?
En respuesta a tu pregunta, miras a tu alrededor: una pequeña y sucia habitación te sirve de escenario. No hay decoración: ni cuadros, ni plantas, ni siquiera una maldita lámpara. Si no fuera por un catre pegado a la pared, sería una habitación vacía.
Una luz rosada entra por un ventanal cruzado por rejas. Te vas acercando, y unas terribles ganas de vomitar te atragantan con un líquido amargo. Respiras hondo y consigues controlarlo para poder mirar a través de los sucios cristales. El polvo te impide ver y limpias un trocito de vidrio con el dorso de la mano. Acercas tu ojo y miras. No hay árboles, ni casas, solo tierra seca bañada por un sol que ya empieza a morir. Algo que brilla llama tu atención; parece que rodea la casa. Una tupida y retorcida malla de alambres reluce con los últimos rayos. Adornada con amenazadoras púas de acero, parece proteger la casa de los intrusos, o también impedir que alguien pueda salir.
Algo se despierta en ti, y empiezas a recordar. Aquella gasolinera, la furgoneta blanca, aquel hombre que te pidió ayuda.
¿Y después?
Nada en absoluto, salvo esta casa rodeada de una alambrada como si fuera una cárcel. Buscas tu bolso: llevabas uno. Lo ves ahí tirado en un rincón y te alegras.
Quizá aún esté mi móvil.
Y lo está, pero inservible: alguien se ha ocupado de romperlo. Un ruido te alerta: parece provenir del fondo e intentas esforzarte para ver algo.
La puerta se abre, y un foco blanco ilumina la habitación. Solo ves una silueta recortada a contraluz.
—¿Quién es usted? ¿Por qué me ha encerrado aquí?
La figura avanza hasta ponerse a tu altura. Lleva gorra y gafas, levanta su mano y te acaricia la cara. No haces nada, solo esperas.
—Utiliza el agua y ponte ese vestido. Volveré con comida; debes tener hambre. —dice con una voz que te envuelve.
Deja una lámpara en el suelo y, sin decir nada más, se va sin darte ninguna explicación.
Alguien me estará buscando.
Tu pensamiento se diluye cuando recuerdas que nadie sabe a dónde ibas. La discusión con tu novio, tu enfado descomunal y tu huida en el coche. Ni siquiera tú sabías adónde ir; solo te sentías fatal. Tu gran amor te había fallado y ahora te veías en una situación absurda prisionera de un loco.
Bebes agua, el líquido acaricia tu árida garganta. Después miras el vestido: es bonito y azul, tu color preferido. Te niegas a ponértelo y lo dejas encima de la cama. Vuelves a mirar por la ventana y gritas: “¡Socorro, ayuda!”.
Es inútil, nadie te oye, salvo tu carcelero, que regresa esta vez con su cara descubierta. Es el hombre de la gasolinera; algo en su mirada te pone en tensión.
—Es inútil que grites. Nadie puede oírte y nadie sabe que estás aquí.
—¿Por qué yo? —preguntas con lágrimas contenidas.
—¿Y por qué no? Te cruzaste en mi camino y vas a aliviar mi soledad. Verás: tienes dos opciones: hacerlo por las buenas o por las malas. He tenido de todo durante estos años.
El hombre se acerca a ti y te empuja hacia la ventana
—Mira, allí detrás del alambre de espino. ¿Lo ves? Allí descansan las rebeldes.
Te das cuenta de que lo que aquel hombre extraño señala es un pequeño cementerio lleno de cruces de madera.
El horror de sus palabras te paraliza mientras él desliza su mano por tu espalda.