Un último salto perfecto

Miriam G.

—Buenas tardes, soy Julia Navarro y a mi lado se encuentra Javier Soriano. Son las cuatro y media de la tarde y el calor sigue siendo noticia destacada en estos juegos. Empezamos la retransmisión en directo de la final de salto de natación de estos Juegos Olímpicos Tokio 2020. Y, sin más preámbulos, la primera en saltar será la americana Katrina Young, con un doble mortal y medio hacia adentro posición carpada: dos con ocho de dificultad.

—Buen salto ¡qué pena la entrada! Pero, de todas formas, muy bueno. Es el salto con menos dificultad que tiene de los dos que le quedan.

Gabriela respira hondo y, con las puntas de los pies en el borde, mira hacia abajo: el azul del agua se hunde en su mirada. «Un último salto perfecto» piensa. El tiempo se detiene en ese instante.

Su vida se ha centrado en conseguir una alta dosis de precisión y estética, y en conseguir un control total de sus movimientos. Años de lucha por mantener la elasticidad, la fuerza y el equilibrio en un mundo que no deja hueco para nada más. Ni siquiera para demostrar a Damián, el ayudante de su entrenador, sus sentimientos hacia él.

—Parece ser que hay algún problema en la zona de calentamiento, ¿qué crees que ha podido pasar, Javier?

—No lo sé, Julia. El entrenador de México está hablando con los jueces; parece alterado. Ahora sería el turno de Gabriela Agúndez, pero no se la ve por ninguna parte. Quizás ha tenido alguna indisposición.

En lo alto del puente Rainbow, Gabriela sigue con la mirada fija en el agua y con los pies en el borde del abismo. La nada la está consumiendo por dentro; demasiada presión, no quiere seguir adelante y seguir fingiendo. Sería tan fácil… un último salto perfecto, y todo este dolor terminaría. Las últimas noticias han roto el frágil equilibrio en el que se suspendía. La medalla de bronce en salto sincronizado le ha costado una lesión en el oído interno, lo cual significa el adiós definitivo de la plataforma y, después de noches de lágrimas, hoy debía hacer su última competición. Estaba resignada.

Cuando han llegado al centro de deportes, ha escuchado cómo Damián le contaba al entrenador que, cuando volvieran a México, le iba a pedir matrimonio a su novia. El mundo de Gabriela se ha desmoronado en cuestión de segundos; la presión en el pecho la ha dejado casi sin respiración y, sin que nadie se diera cuenta, se ha escabullido; cuando ha salido al exterior, ha empezado a correr sin rumbo fijo hasta llegar al puente.

En su mente, un amasijo de pensamientos dolorosos y destructivos la tortura. «No eres suficientemente buena, ni para los saltos ni para Damián, no estás a la altura». Sin darse cuenta, su cuerpo ha pasado al otro lado de la barandilla, y allí se ha quedado con la vista fija en el agua saboreando ese momento: «Un último salto perfecto».

Los conductores de los coches que pasan por el puente no reparan en ella. Las mentes distraídas en sus propios problemas y el sol a contraluz convierten a Gabriela en un ser translúcido.

Es entonces cuando Gabriela repara en una presencia detrás de la barandilla: un abuelo nipón que arrastra un carrito; la mira fijamente. Su rostro es amable, con una sonrisa le dice algo en japonés que Gabriela no entiende. Él vuelve a repetirlo, pero esta vez alargando la mano. Es entonces cuando la campeona olímpica se da cuenta de lo que estaba dispuesta a hacer. Aún con el temblor de piernas, logra volver al lugar seguro del puente, en donde se sienta deshecha en lágrimas. El abuelo se agacha a su lado y la abraza a la vez que la mece como si fuera una niña y le repite la misma frase una vez y otra. Gabriela se deja acunar por ese hombre que, sin conocerla de nada, le ha salvado la vida y que con sus palabras ininteligibles va deshaciendo los nudos de su corazón.