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Un último cuento antes de dormir

Elsa Ojeda

La princesa se echó a reír. 

Mira de lo que has tenido miedo, de unos peces de colores. Pero descuida, no se lo diré a nadie; yo guardaré el secreto. Así te seguirán llamando para siempre ‘Juan sin Miedo’.

Y éste es el último cuento. — le dijo su abuelo mientras le entregaba otro papelito (esta vez color azul cielo) con unas letras garabateadas en mayúsculas en las que se podía leer “JUAN SIN MIEDO”. 

Lucía lo guardo (no sin doblarlo antes por la mitad con sumo cuidado) junto a las decenas de pequeños papeles rojos, verdes, amarillos y azul cielo que ya atesoraba en su riñonera. 

¿Te vas abuelo?

No queda más remedio —le contestó, soltándole la mano. Tenía los dedos fríos, de un azul grisáceo que parecía ya invadir la muñeca. Supo en aquel momento que Nicolás (así se llamaba su abuelo) acabaría como todos los demás y no quería verlo. 

La fila corría rápido. A su espalda, mientras esperaba que llegara su turno para entrar al refugio, miró a los niños y niñas que tenía delante y se preguntó cuántos cuentos sabrían ellos y si alguno sería ‘Juan sin Miedo’. Deseo que no fuera así. 

Lo primero que sorprendía era la calidez del interior. Varias mesas redondas de madera se adueñaban de la mayor parte del espacio central. En sus márgenes junto a la pared, se disponían futones de distinto color sobre los que, sentados o tumbados, conversaban animadamente pequeños seres de piel azul grisácea y ojos de gato.  Portaban colgados de su cuello jubones de ante marrón que acariciaban celosamente. 

Los niños se iban colocando, según entraban, ocupando los asientos alrededor de las mesas en escrupuloso orden de llegada sin que nadie, en realidad, les hubiera mandado nada. 

***

Todo empezó con los adultos. Primero, fueron los hombres de mediana edad, esos que suelen vestir de traje para ir al trabajo, duermen poco, y el móvil parece una extensión de su mano.

Un pequeño ser azul se les acercaba y, dándoles la mano les decía: “Cuéntame todos los cuentos que te sepas”. Y al terminar, les soltaba, dejándoles los dedos tintados y en cosa de cinco minutos, el caballero de porte elegante, alto y serio se esfumaba envuelto en una nube de humo grisáceo.

Siguieron las madres, siempre tan creativas, haciendo malabares para entretener sus criaturas con mil y una historias. Eso les concedió algo más de tiempo. Pasaron unos días antes de que todas también se desvanecieran después de charlar con alguno de esos seres diminutos en el supermercado, a la salida de la oficina o en el gimnasio. 

Luego les llegó el turno a los abuelos, los de los cuentos para no dormir a los pies de la cama. Fue a ellos a los que se les ocurrió ponerse de acuerdo para transmitir todos los cuentos a sus nietos y registrarlos en pequeños papeles multicolor que entregarían puntualmente a los duendes cada día para esquivar el fatal destino. Total, ellos tenían poco ya que perder.  

***

Lucía calculaba que, con “Juan sin miedo”, tendría un centenar de cuentos en total. 

Suelen empezar por el último que llega… —le dijo el niño pelirrojo que, a su lado en la mesa del refugio, le hablaba sin mirarle. 

Dos asientos a la derecha, los duendes ya comenzaban la recogida, un papel, una historia, y al jubón del cuello. Si era repetida, la historia no valía. 

—Y qué hacen con los cuentos? —preguntó ella

—Los comen, literalmente. Comen los papeles, de todos los colores: ‘Hansel y Gretel’, ‘Caperucita’, ‘Robin Hood’… Y al momento, ves como cobran nueva luz, su piel azul brilla y sus ojos se agitan vivaces. Hasta que vuelven a tener hambre.

Lucía cogió un boli, escribió unas palabras al reverso de uno de los papeles de colores y se lo entregó al niño.

—Cópialo en los tuyos.

—¡Estás loca!




***

 

—¡Dime abuela! ¡Cuéntame otra vez qué pusiste en los papeles! ¡Una última vez antes de dormir! 

¿Qué puse? ¡Pues qué voy a poner! —contestó Lucía, riendo, mientras arropaba de nuevo a su nieta.— Lo que se pone al final de todos los cuentos: “Colorin Colorado este cuento se ha acabado”. 

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