Testamento
Vanessa López
Apareció esa mañana. Repentina. Intensa. La fiebre no llegó sola. En los brazos y en el cuello aparecieron, también de repente, manchas negras que anunciaban la tragedia. Sabía que nadie podía escapar de la peste, pero conservaba la esperanza de salvarme. De ser inmune. Los controles eran cada vez más fuertes. Entraban, casa por casa, con sus máscaras aterradoras, incluso más que la misma peste, sacando personas con síntomas para tratar de detenerla.
Tengo una panadería en el centro de Florencia, cerca del río Arno. Muchas personas transitan por allí diariamente: este es un foco importante de contagio. Lo sabía, y por eso decidí cubrir ese día mis brazos con la camisa, secarme el sudor de la frente y abrir mi negocio, para pasar inadvertida.
Luigi, mi hijo, estaba igual. Solo que él, al ser un niño, no era capaz de ocultar los evidentes síntomas. Sus narices también sangraban y tenía ataques de tos que agravaban su condición.
Debía tenerlo conmigo porque, a sus escasos seis años, no podía dejarlo solo. Su padre nos había abandonado y solo nos teníamos el uno al otro.
Mi plan era tenerlo acostado en la parte de atrás, en una camita que le había organizado entre los bultos de harina. Allí podría cuidarlo y ocultarlo en caso de que pasaran los inspectores, para evitar que escucharan su tos.
Eran las once de la mañana, y cada vez me sentía más débil, más desesperada. Pero, si veían cerrado mi negocio, era probable que tocaran a mi puerta sospechando de alguna novedad relacionada con la peste. Escuché las campanillas de la cuadrilla sanitaria que recientemente habían organizado con el fin de identificar personas con síntomas para aislarlas en embarcaciones, buscando controlar el contagio. Sentí un miedo desolador. Incluso mayor que el que me producía la muerte, que estaba ya sirviéndose de mi cuerpo y del de mi hijo.
Se acercaron cada vez más; eran unos cinco inspectores que caminaban lentamente por las calles, tocando puertas a la más mínima sospecha. Preparé mi mejor sonrisa para salirles al paso. Sequé de nuevo mi frente, que evidenciaba la fiebre, cada vez más fuerte. Antes de salir, corrí rápidamente a abrigar a Luigi. Lo encontré con su carita llena de sangre, tosiendo. Puse sobre su cuerpo una manta y salí de nuevo. Justo a tiempo del paso de la cuadrilla.
Al verme salir, algo agitada, detuvieron su marcha; me miraron fijamente y algo tuvieron que notar en mi rostro porque uno de ellos me tomó por el brazo y me preguntó si me sentía bien.
—Deberíamos entrar a revisar —dijo uno de ellos.
Apreté las manos, impotente, mientras les decía que no había nada allí, además de insumos y cajas desordenadas.
Luigi tosió con fuerza en ese momento y eso, como era de esperarse, los alertó más.
—¿Quién está ahí? —preguntó alarmado el hombre que me tenía aún tomada por el brazo.
Sintiéndome atrapada y con una leve esperanza de que pudieran ayudarnos, les respondí que era mi pequeño hijo.
Entraron de inmediato; lo vieron cubierto de sangre, llorando. Lo envolvieron en una sábana y lo sacaron cargado. Sin preguntarme. Sin tiempo de reaccionar a nada. Solo caí de rodillas llorando y comencé a gritar que no se lo llevaran.
Lo subieron a un carruaje, donde había otras personas también cubiertas con mantas. Mostré mis brazos suplicando que me llevaran con él, pero me ignoraron.
“Este también va para la Isla de Poveglia”, alcancé a escuchar.
Pobrecito mi niño. Supe que no lo volvería a ver. Nadie regresa de esa isla. Me culpé por haber tapado mis brazos, por haber abierto mi negocio. Me culpé por todo los siguientes dos días, mientras me agravaba, mientras mi cuerpo se llenaba de manchas negras, mientras mis narices sangraban, mientras mi cuerpo débil se iba consumiendo.
Saqué mis últimas fuerzas para contarles esto. Para decirles que mi Luigi se fue a morir a esa isla endemoniada mientras yo me quedé a morir aquí. Para que alguien lea lo cruel que fue padecerlo. No hay retorno de esta peste, no hay salida. Todos vamos a desaparecer.
Yo ya estoy desapareciendo; siento cerca la muerte. Despojada de toda esperanza, lo que queda de mí, en estas líneas: mi testamento.
Teodora Luti, 1630