Sueños truncados

Carmen Sánchez

Solo veo la luz mortecina que entra y que ilumina mi habitación. Veo las fotos de
mis hijos enmarcadas en plata, a mis nietos vestidos de comunión y la veo a ella,
de riguroso negro, sonriendo con su joven rostro tras el ramo de flores blancas.
Estoy a su lado, aunque apenas me reconozco: ahora soy un viejo arrugado al
que solo le quedan recuerdos.

Intento moverme, quiero levantarme y salir al sol que ya despunta, pero mi cuerpo
no responde. Ni un solo músculo obedece las órdenes del cerebro; solo mis ojos
recorren la habitación y sus desconchadas paredes, asustados.

He intentado gritar para pedir auxilio esperando que algún bondadoso vecino me
socorra. Ha sido inútil: ni un sonido sale de mi garganta. Mis hijos no vendrán;
creo que moriré aquí de inanición mientras mi cerebro permanece lúcido para
torturarme.

Fijo la mirada en la foto de mi esposa… ojalá estuviera aquí… ojalá no hubiera
muerto… Ella me habría ayudado, pero se fue hace años. Se despidió
diciéndome lo cansada que estaba. Harta de vivir, se abandonó; dejó que la
muerte la alcanzase.

Yo continué resistiendo la tentación de correr tras ella, de descansar como ella.
Me quedé aquí, resistiendo, luchando por lo mío, por lo de mis hijos.

Pero todo ha sido en vano; después de tantos esfuerzos no he logrado nada. La
vida es injusta en demasiadas ocasiones.

He perdido años y dinero para recuperar unas tierras que me pertenecen por
derecho. ¡Son mías!

Me casé con ella, con una mujer tan poco agraciada, tan sosa, que apenas sabía
llevar una casa, para ganarme ese derecho. Soporté las insolencias de mi suegro
con humildad durante años. Decía que su hija merecía algo mejor que yo. Logré
casarme con ella porque se había enamorado tanto que solo veía a través de mis
ojos, y se enfrentó a su padre. No tuvo otro remedio que resignarse a la boda.

“Solo quiere mis tierras —decía a todo el que le escuchaba—. Es un muerto de
hambre, ambicioso”.

Sus tierras me las gané y debieron ser mías cuando falleció, pero mis cuñados se
interpusieron, y me echaron como la mala hierba. Me denunciaron; se
querellaron conmigo, y los jueces, serviles a ciertos dictados de herencia, les
dieron la razón.

Vendieron mi legado, y otros se han aprovechado de sus frutos ante mis ojos. El
dolor de ver cómo mancillaban año tras año ese fértil campo me ha acompañado
durante toda la vida.

Hoy, por fin, todo ese calvario va a terminar. Voy a morir abandonado en esta
cama. Mi cuerpo se llenará de gusanos antes de que nadie, ni hijos ni vecinos,
note mi ausencia.