Roberto Vega
El reparto
La camioneta serpentea por la ladera de la montaña mientras una densa polvareda tiñe de ocre la hierba a su paso. En el interior, tres hombres (John, Dick y Ramírez) guardan silencio perdidos en sus pensamientos. Al fondo, el macizo de las Rocosas los recibe en calma: son viejos conocidos.
Toman un desvío y se adentran en el bosque. Avanzan durante algo más de media hora hasta llegar a un claro situado al borde del camino; bajo un exuberante abeto, oculta tras las zarzas que han brotado durante los últimos meses, se dibuja una pequeña cabaña de madera.
Bajan del vehículo y se dirigen sin mirarse a la puerta de entrada. La abren: los recibe un intenso olor a humedad. El entablado cruje bajo las suelas de las macizas botas, y una gruesa capa de polvo cubre los escasos muebles.
Conocen el ritual: tres hombres, tres llaves. John saca una caja de su bolsa y la deposita sobre una mesa. Retira el único lienzo que cuelga de las paredes dejando al descubierto una portezuela con tres cerraduras. Introduce las llaves y extrae una nueva con la que abre la caja que ha depositado sobre la mesa. Ante la dispar mirada de todos ellos, aparecen varios fajos de billetes perfectamente ordenados.
—Acabemos de una vez con esto.
Aunque el tono de Dick ha sido grave, piensa que es una pena un final así. En ocasiones, todavía sueña con un gran ciervo al que había estado a punto de dar caza en una de las escapadas que solían hacer a la cabaña (cuando todavía eran amigos). Entonces, siente el arma que lleva guardada, y su rictus se endurece de nuevo. No había aceptado la invitación de John por aquel dinero: su intención era ajustar cuentas; el momento había llegado.
—John, nuestro amigo parece algo enfadado —dice Ramírez que ve a John extraer los fajos de billetes y hacer tres montones. Está impaciente, sabe que con aquel dinero puede empezar una nueva vida, fuera, en el extranjero; pero, para ello, tiene que deshacerse de los dos, sin remordimientos (ellos se lo han buscado).
—Lo de siempre: un tercio para cada uno.
John no pierde de vista sus rostros mientras entrega el dinero, y recuerda los primeros años en la central antidrogas. Eran considerados los mejores: un ejemplo para el cuerpo. Dick era el grandullón (el tipo duro), como un oso siempre dispuesto a aplastar. Ramírez, letal (como una serpiente), solo tenía un defecto, estaba enganchado a la coca, y a las mujeres. Imposible acordarse de cuándo habían comenzado las mordidas por cada alijo incautado, pero, desde entonces, todo había cambiado.
Un día le llegaron rumores de que Ramírez y la mujer de Dick se estaban acostando. El muy cabrón se había encariñado sin pensar, y ella no se había podido resistir a un tipo como Ramírez, siempre tan bien vestido, con su sonrisa de nieve, y su pelo engominado. Cuando Dick los pilló fue a hablar con John: resultaba que la quería de verdad, y él no fue capaz de convencerlo para que dejara pasar aquel asunto, y sacara a la mujer de su vida para siempre.
John analiza la expresión de sus antiguos compañeros. Dick lleva la venganza escrita en el entrecejo: percibe que no perdona lo de su mujer (a ninguno de los dos). Ramírez es diferente. John se ha informado bien, está hasta el cuello: debe mucho dinero a tipos con los que no es recomendado jugar, y esto lo hace muy peligroso.
Siente que no tiene opción; sabe oler el peligro, y también sabe que no puede dejar cabos sueltos: si alguno de aquellos dos se va de la lengua… adiós a su carrera. Por eso los ha citado en ese lugar: ningún sitio como aquel para hacerlos desaparecer.
En el exterior de la cabaña, un enorme ciervo ramonea tranquilo cuando dos potentes detonaciones cruzan el bosque. El animal da un respingo al tiempo que un par de colimbos emprenden el vuelo. La suave brisa de la tarde corva las ramas, y el roce de las hojas interrumpe el silencio que se ha formado. Con las orejas todavía ladeadas, el animal agacha la cabeza, y continúa pastando.