Sombras en la carne | Andrés García
En las profundidades de su solitaria mansión, Étienne descubrió entre los libros polvorientos de la biblioteca familiar un manuscrito sin firmar, cuya letra gótica y estilo arcaico sugerían antigüedad. La primera página contenía una advertencia: “Solo aquellos dispuestos a abrazar las sombras deberían proceder.” Movido por una mezcla de curiosidad y desdén por la advertencia, comenzó a leer. Al hacerlo, una voz dulce y corrosiva susurró desde las sombras.
«Observa y aprende, pues el conocimiento disruptivo yace en los placeres prohibidos,» murmuró la voz, apenas perceptible, sobre el crujir de las páginas.
Al principio, Étienne pensó que eran ecos de su imaginación, estimulada por las historias oscurecidas en el manuscrito. Pero la voz se volvió más clara, más insistente con cada noche que pasaba leyendo a la luz temblorosa de las velas.
«Visita el sótano; hay herramientas que te serán útiles,» lo instruyó. Descendiendo las escaleras, Étienne encontró una serie de objetos que evocaban un pasado para él desconocido: grilletes, cadenas, látigos, y otros instrumentos cuyo uso solo podía adivinar. La voz lo guio, explicando la función y el ‘arte’ de cada herramienta.
Con cada instrucción, la orden lo sumergía más en actos de crueldad y dominación. «La verdadera libertad yace en la renuncia a la moral convencional. Libérate,» susurraba, empujándolo hacia una espiral de decadencia.
«Ahora debes compartir tu conocimiento,» le dijo. Una vez que Étienne hubo internalizado las lecciones del manuscrito y su misterioso mentor, comenzó a invitar a la mansión a aquellos lo suficientemente curiosos o desesperados para ofrecerles sesiones de ‘iluminación’ a través del dolor.
Por las noches en la mansión, ahora convertida en un teatro de horrores, se llenó de actividades macabras, cada una superando la anterior en intensidad y perversión. Étienne, bajo la tutela de la voz, exploraba los límites del dolor y el placer con una sed de conocimiento que rozaba la locura.
Étienne organizaba cenas en las que los invitados eran atados a sus sillas, con sus brazos libres justo lo suficiente para alimentarse. Los utensilios eran modificados con pequeños mecanismos de punción que infligían dolor cada vez que intentaban comer. Se preparaba la comida de forma exquisita, era una tortura disfrazada de banquete. Cada bocado prometía placer, pero garantizaba dolor. Un dilema tortuoso que observaba con fascinación.
El jardín se transformaba en un santuario. Los invitados, desnudos y con los ojos vendados, se entregaban a la experiencia dirigida por Étienne. A medida que eran colgados de ganchos cuidadosamente dispuestos, la incertidumbre se materializaba. Esta vulnerabilidad era el primer condimento de su excitación mental.
El ritual iniciaba con caricias de plumas que rozaban la piel erizada, esta suavidad servía para disipar cualquier temor, engañando a los sentidos antes de que el verdadero propósito comenzara. Justo cuando los invitados se rendían al erotismo de las plumas, Étienne introducía sin previo aviso los hierros ardientes. Estos instrumentos trazaban líneas de fuego sobre la piel, arrancando jadeos y suspiros que se mezclaban con el murmullo de las hojas.
Con cada cambio de textura, de suave seda a lija áspera, los invitados bordeaban la locura. Colgados y entregados, se encontraron en un estado de abandono, donde la línea entre el miedo y el deseo era borrosa, llevándolos a explorar sus más oscuras perversidades.
Una noche, mientras la luna colgaba baja y un viento frío zigzagueaba a través de los árboles, la voz ordenó: «Escribe lo que has aprendido, continúa la tradición que te ha dado forma.»
Étienne, comenzó a plasmar sus experiencias en un nuevo manuscrito. La voz aprobaba cada palabra, cada frase, impregnando el texto con una oscuridad que fluía directamente de su esencia.
Solo cuando puso la pluma sobre la mesa, la voz reveló su origen: «Has servido bien, descendiente mío. Yo, Donatien Alphonse François, Marqués de Sade, te he guiado para que revivas y superes mis enseñanzas.»
Étienne, mirando a su alrededor, se dio cuenta de que Las sombras ya no llenaban la mansión, sino que él mismo se había convertido en una. La revelación de haber estado bajo la influencia de su ancestro, un icono de la depravación literaria y filosófica, no lo llenó de horror, sino de una oscura satisfacción. Había aceptado su legado, y con ello, su destino.
Un eco perpetuo de perversiones.