Sombras en el cénit

Andrés García

Siempre me consideré un escritor mediocre. Mis relatos cargados de clichés y desenlaces predecibles, raramente obtenían algo más que comentarios indiferentes en el taller literario por los lunes. Si bien todo cambió cuando empecé a oír susurros, Pronto descubrí que provenían del futuro.

Una tarde lluviosa mientras esbozaba en el cuaderno ideas absurdas, resonó en mí una voz imperiosa; “Para alcanzar la grandeza, debes de deshacerte de tus escrúpulos”. Al principio pensé que estaba perdiendo la razón, pero cada vez que me proponía escribir un reto, llegaba un mensaje, cada vez más claro, cada vez más perturbador.

“Roba las ideas que discutes con tus compañeros”, gruñó la voz una noche. Sin mucho escrúpulo empecé a plagiarlos, justificando mis actos con la promesa de un futuro brillante. Mis historias adquirieron una nueva profundidad, una nueva complejidad, la adulación y el reconocimiento por parte de mis compañeros no tardó en llegar, ya era un asiduo ganador del reto semanal.

Luego, la voz elevó las demandas: “Engaña a quienes confían en ti”. Manipulé a mis mentores, burlé a mis compañeros y amigos, extrayendo de ellos sus secretos que transformé en literatura vibrante, conseguí que semana a semana se publicara mi texto. Cada paso que di me acercó más a mi destino prometido, y aunque la conciencia me atosigaba, los aplausos me ensordecían.

Una madrugada, la voz me dictó el precio final para lograr la fama, lograr el éxito: “Debes de limpiar el camino. El club es un lastre”. Temblé al comprender que debía eliminar a quienes una vez consideré mi segunda familia. La maestra que me había inspirado a escribir, mis compañeros que compartieron tantas tardes de creatividad, todos debían ser sacrificados para que yo ascendiera al pináculo de la literatura.

La noche elegida, invité a mis compañeros a cenar en mi casa, bajo el pretexto de celebrar mi primera publicación en una editorial española. Observé en sus rostros su respaldo sincero, bebían por mi éxito sin saber mis intenciones. Con cada brindis, mi corazón se endurecía. Al final de la noche, me aproveché de la confianza y embriaguez de los invitados para mezclar un potente veneno en sus copas de vino, incluyendo un poco en la mía. Cayeron uno a uno, vi como mi maestra y mis amigos se desvanecían, golpeándose contra el suelo del salón, sus cuerpos convulsionando en silencio.

Me liberaron de culpa después del interrogatorio. La euforia anidó en mí, no obstante aún existía el peligro; mis compañeras de Guatemala y Venezuela. Rocié dos de mis libros con tetrodotoxina y los envié como regalo. 

No escribí por semanas. El eco de mis actos resonaba en cada rincón de la casa, en cada página en blanco. Cuando finalmente volví a escribir, lo hice con una furia fría, calculadora. Mis novelas se volvieron más obscuras, más complejas, en reflejo de la desolación que era mi alma.

La crítica me aclamó como un genio transformador de la literatura contemporánea. Se pronunciaba mi nombre con reverencia. El premio Nobel llegó, como lo predijo la voz, pero no trajo consuelo. En cada ceremonia veía el rostro de mi maestra, los rostros de mis amigos. Demandando mi presencia desde las sombras.

Mi éxito fue monumental pero mi vida se convirtió en una angustia obscura, perenne. No sucedía noche en que no escuchara los susurros de aquellos a quienes había mandado a las sombras, a quienes había traicionado. El silencio nunca se presentó sin el estruendo de sus gritos mudos. Atrapado en mi propia grandeza caí en cuenta que la voz que había estado escuchando a través de los años era la mía propia, tan propia y tan desconocida.

Y así, en el cenit de mi gloria, elegí el único escape que me quedaba. Una noche, con la misma mezcla que había usado para silenciar a mis amigos, me serví una última copa. Brindé por la obscuridad, brindé por el silencio, y finalmente brindé por el olvido.

En ese momento no lo sabía; los que habitan en las sombras, no olvidan.