Sigue la vida

Silvina Brizuela

Los pasillos de la facultad de Ingeniería de la Ciudad de Buenos Aires son más largos de lo que estimaba, según pienso mientras los recorro en mi primer día de clases. Su imponente estructura de techos altos y pisos de mármol parecieran ser parte de mis sueños recurrentes de los últimos años. Pero no, aquí estoy de verdad, finalmente. “Créetelo”, pienso para mis adentros, dándome ánimo e inflando el pecho de orgullo. 

Hace unos minutos me despedí de mi madre al pie de las escalinatas de este edificio. ¿Mi madre? Sí, mi madre, la mujer que cuidó de mí todos estos años, mi madre. Pero no me puedo engañar así. En momento importantes como este, sé bien que no es mi madre. Sí, fue ella quien me llevó al médico cuando tenía fiebre, quien me preparaba el desayuno antes de ir al colegio, quien renegó porque no lograba aprenderme los nombres de los héroes nacionales. Claro, es ella quien, con un beso emocionado, esta mañana me deseó: “Que todos tus proyectos se cumplan, mi amor”. Pero, yo sé que quien me parió es otra mujer. Nací de otro vientre; no vale olvidar. No sirve… no es justo. Camino sobre estas baldosas frías y recuerdo que nací de Silvia, una peruana petacona, trabajadora y tosca, que ya tenía cuatro hijos varones antes de mí. Nací cuando ¿mi padre?, su marido, ya hacía años se había ido. 

Recuerdo mis primeros años, mis viajes diarios con Silvia, una hora en autobús hasta Ramos Mejía, donde ella trabajaba. Recuerdo el aire frío que rasgaba mis cachetes oscuros y paspados a las cinco de la mañana. A esa hora salíamos de la humilde casa precaria en la que vivíamos, en Caballito, donde compartía el colchón con mis cuatro hermanos. ¿Por qué Silvia solo me llevaba a mí? No lo supe, no lo sé, no lo quise saber. Durante años fui y vine con ella en esos eternos viajes en colectivos de la línea 160; inviernos, veranos, otoños lluviosos, primaveras coloridas. 

Con los años aprendí que lo mejor que podía pasarme era irme con ella por las mañanas, y evitar así las indecentes golpizas de mis hermanos. Entendí que ellos me odiaban, me envidiaban, porque yo tenía acceso a la casa de Banfield, donde me esperaban el señor Sebastián y su señora Lina, una pareja adulta que no había podido tener hijos y que me adoraba. En su casa yo revivía con el chocolate caliente, las tostadas con manteca, el televisor con los dibujitos de Tom y Jerry y la habitación llena de juguetes. Mi madre, Silvia, hacía lo que tenía que hacer: limpiar, cocinar, regar, llevar la ropa a la lavandería… 

Cuando cumplí cinco años, doña Lina me llevó a la peluquería, me compró un uniforme azul con mi nombre bordado en letras rojas, y me llevó al jardín de infantes Los Girasoles. Un parque de diversiones era ese jardín para mí, que nunca había visto tantos juguetes a pilas y sanos. Las maestras, dos carilindas jóvenes que nos trataban con dulzura, fueron las anfitrionas del paraíso. Recuerdo que terminé ese año queriendo casarme con una de ellas.

Al poco tiempo, Sebastián me dio su apellido. Doña Lina insistió en que la llamara madre, y me mudé a su casa para estar más cerca de Los Girasoles, mientras Silvia aceptaba la propuesta a cambio de alguna pensión vitalicia y de no volver a verme más. Lloré un tiempo, meses, tal vez años, hasta que el dolor se me hizo costra y me fui acostumbrando.

Llego a la puerta de mi clase y me alineo junto a otros estudiantes para ingresar. Tiemblo de ansiedad. Mientras espero, recorro con la vista el pasillo y descubro a pocos metros, detrás de un carro de limpieza, a una persona bajita, morocha, que me mira con insistencia. Tengo la intuición, la necesidad, de acercarme a esa cara familiar, pero ya me toca el turno de entrar. “Sebastián Cordera”, le digo al preceptor, quien chequea su lista y me da el ingreso. 

Miro nuevamente hacia el carro de limpieza, y veo que se aleja, lastimosa y pausadamente. Entro a clase: la vida sigue.