Beatriz Esseiva

Selfie a medianoche

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Un día ocho, del mes ocho, del año dos mil dieciocho, cumplió dieciocho años la hermana de Efraín. Celebraron entre los más allegados a la familia. Fue una noche alegre y divertida.

Como a las once de la noche, comenzaron a irse los invitados; solo quedaban los amigos de Efraín y su familia, que poco a poco  fueron a escabullirse a sus camas. A las once y media, se fueron todos. Efraín recogió las botellas y las copas. 

Después de haber ordenado, se sentó a la mesa del comedor, que estaba cerca de la puerta de la cocina, a tomarse la última cerveza. El salón estaba a oscuras; al frente de la mesa del comedor, estaban amarrados, de la pata de la mesita del centro, los balones de folio con los dígitos uno y ocho, en color dorado. 

 De la cocina, donde todavía había luz, el resplandor pegaba justo a los globos flotantes. Se veían llamativos y más brillantes. “¡Hora de un selfie”,  dijo Efraín, entusiasmado. 

 Se acercó a los globos colocándose al lado del ocho. Pero, entre el alcohol y el cansancio, no veía bien. Ajustó el móvil en modo selfie y disparó. En ese justo momento, sonó el reloj de cuerda antiguo de su madre. ¡Eran las doce de medianoche! El globo número ocho comenzó a mecerse de un lado a otro; él se alejó. Una pesadez se apoderó de su cuerpo y sintió frío; no le quitaba la vista al globo, que lo seguía la mirada. Dio una vuelta y comenzó a sacudirse. 

Cerró la ventana; pensaba que se trataba de la brisa, pero el globo seguía mirándolo y moviéndose. Presintió que algo no iba bien; encendió la luz del móvil. Fue hacia la cocina, apagó la luz y caminó de espalda sin quitarle la vista al ocho, que lo seguía en cada movimiento. “Estoy borracho”, pensó.

Entró en la habitación casi sin respiración; su cuerpo temblaba de pavor. El móvil comenzó a sonar: entraba un mensaje tras otro. Revisó los mensajes y se sorprendió de lo que leyó: “Bro, ¿quién es el de la foto?, ¡es horrorosa!, ¡parece un muerto!, ¡tan pálida con color verduzco y con piel seca!, ¡y  esos ojos vacíos! ¿Cómo lo hiciste?”. “¿Es una nueva aplicación?”, preguntó otro. “¿Es tu nueva novia? ¡Por Dios!”.

Soltó el móvil, lo apagó y se escondió debajo de las sábanas.  No conciliaba el sueño, así que decidió llamar a un amigo. Le comentó todo lo sucedido, y este contestó: “Se dice que a las doce de la noche se pasean las almas en pena, esas que no saben que han muerto (si alguien les hace ver su realidad, estas almas se apoderarán y vengarán al que las ha molestado). Lo más posible es que esa alma se haya quedado atrapada en el globo y ahora tienes que hacerla salir y guiarla a la luz eterna”.

Al haber escuchado eso, no dudó de que el globo estaba apoderado de un espíritu. Fue peor escuchar eso. No durmió hasta que la claridad entró por la ventana. Despertó sobresaltado y salió al salón. Dayana, su hermanita menor, estaba al frente del globo ocho, viéndolo casi hipnotizada. 

—¡Aléjate! —le gritó. 

—¿Qué te pasa? —preguntó la cumpleañera.

—¡Los globos!, hay que tirarlos.  

—¡¿Cómo que tirarlos?, ¡son míos!

—Tú no entiendes; te explico luego.

Tomó los globos de la cinta de la cual estaban amarrados, y estos se pegaron a su piel. Sus hermanas gritaban al ver cómo luchaba por despegárselos; abrió la puerta y los soltó. Se fueron flotando hacia el cielo. Suspiró al verlos alejarse.

Entró a casa y contó lo sucedido… Estaban espantados y sorprendidos de lo ocurrido. Fue a su cuarto a descansar cuando alguien tocó el timbre; hizo caso omiso, y se durmió.

—¡Hola Dayana! ¿Tu hermano está aquí? 

—¡Hola, Susan! Sí, claro, ¿y tú para qué lo buscas?

— ¿Me regalas un vaso de agua, porfa? Te espero en tu cuarto.

—Sí, claro, ya vuelvo. Estás muy tiesa. 

Dayana fue a la cocina. Su amiga salió de la casa y volvió a entrar; en su mano llevaba el globo número ocho; abrió la puerta de la habitación de Efraín, y el globo entró flotando.